viernes, 16 de diciembre de 2011

Manifestación


Creí soñar.
Tanto tiempo llevaba sin sentir el impulso consumista que me resultaba extraño encontrarme allí, en ese centro comercial en particular, a esa hora del día, en medio de las ofertas de fin de temporada que no necesitaba. Ese no era yo, que había aprendido a no dejarme llevar, a no caer en la tentación y librarme del mal, amen.
Lamentablemente, no soñaba.
En verdad me encontraba en los pasillos de esa mole de concreto, plástico y vidrio tan odiada, tan despreciada, cuando aquello comenzó. Una agitación en el aire, un rumor que crecía al igual que el caudal de un río de montaña que baja de improvisto cargado con el barro del deshielo.
Una vibración extraña en el suelo, en el crujir de los cristales de las grandes vidrieras, provocaba que los vendedores de las casas de ropa y objetos de mala calidad y alto precio se asomaran a las puertas de sus capillas del consumo. Miraban, con tanta sorpresa como yo mismo, en la dirección en la que parecía acercarse el rumor.
Tres aterrorizados guardias de seguridad aparecieron corriendo girando atolondradamente el codo del pasillo. Sin dejar de avanzar, gritaban algo que no comprendí; pero sus palabras pusieron en movimiento a los atónitos vendedores que, inmediatamente, comenzaron a cerrar y trancar las puertas de sus negocios con cuanto tenían a disposición (maniquíes en desuso, sillas de cortesía, biombos de probadores desarmados, clientes molestos, etc.).
En medio de tal movimiento, más intrigado que asustado, miraba hacia el pasillo por el que aparecieran los despavoridos guardias al tiempo que el retumbar de miles de pasos no dejaba de acercarse.
No debí esperar demasiado para ver como una columna, compacta y bien formada, en la que nadie se empujaba ni se chocaba con quien caminaba a escasos centímetros de distancia, dobló por el pasillo. Caminaban en silencio, haciendo sonar sus pasos en el suelo siempre limpio de baldosas brillantes. Gente de todos los tamaños y colores, de todas las alturas y peinados, vistiendo galas o harapos, de cualquiera de los géneros disponibles en esa temporada (y no, no me refiero a las telas de sus vestimentas), y que apenas se miraban entre sí, avanzaban al unísono.
En medio de su avanzar, el rumor que se tornara más y más fuerte, y que no provenía de sus gargantas, sino que era producto del movimiento de sus brazos. Cada uno de ellos llevaba el brazo izquierdo en alto, todo cuanto se los permitía su altura, y agitaba, con los extremos de sus dedos, billetes sueltos, billeteras bien cargadas, monederos como los que usaban las abuelas, chequeras, cupones de descuentos varios, tarjetas de regale, de crédito y de débito, bien alto, a la vista de los vendedores.
Pasaron junto a mí sin responder a mis preguntas; pero, de sus gestos, de sus miradas, obtuve cuanto necesitaba saber.
Esperé a que el último de ellos pasara junto a mí y, levantando mi billetera de cuero viejo y descolorido, me uní a la silenciosa columna.

1 comentario:

Bla dijo...

Consumalgia.