Creí soñar.
Tanto tiempo llevaba sin sentir el
impulso consumista que me resultaba extraño encontrarme allí, en ese centro
comercial en particular, a esa hora del día, en medio de las ofertas de fin de
temporada que no necesitaba. Ese no era yo, que había aprendido a no dejarme
llevar, a no caer en la tentación y librarme del mal, amen.
Lamentablemente, no soñaba.
En verdad me encontraba en los
pasillos de esa mole de concreto, plástico y vidrio tan odiada, tan despreciada,
cuando aquello comenzó. Una agitación en el aire, un rumor que crecía al igual
que el caudal de un río de montaña que baja de improvisto cargado con el barro
del deshielo.
Una vibración extraña en el suelo,
en el crujir de los cristales de las grandes vidrieras, provocaba que los
vendedores de las casas de ropa y objetos de mala calidad y alto precio se
asomaran a las puertas de sus capillas del consumo. Miraban, con tanta sorpresa
como yo mismo, en la dirección en la que parecía acercarse el rumor.
Tres aterrorizados guardias de
seguridad aparecieron corriendo girando atolondradamente el codo del pasillo. Sin
dejar de avanzar, gritaban algo que no comprendí; pero sus palabras pusieron en
movimiento a los atónitos vendedores que, inmediatamente, comenzaron a cerrar y
trancar las puertas de sus negocios con cuanto tenían a disposición (maniquíes
en desuso, sillas de cortesía, biombos de probadores desarmados, clientes
molestos, etc.).
En medio de tal movimiento, más
intrigado que asustado, miraba hacia el pasillo por el que aparecieran los
despavoridos guardias al tiempo que el retumbar de miles de pasos no dejaba de acercarse.
No debí esperar demasiado para ver
como una columna, compacta y bien formada, en la que nadie se empujaba ni se
chocaba con quien caminaba a escasos centímetros de distancia, dobló por el
pasillo. Caminaban en silencio, haciendo sonar sus pasos en el suelo siempre
limpio de baldosas brillantes. Gente de todos los tamaños y colores, de todas
las alturas y peinados, vistiendo galas o harapos, de cualquiera de los géneros
disponibles en esa temporada (y no, no me refiero a las telas de sus
vestimentas), y que apenas se miraban entre sí, avanzaban al unísono.
En medio de su avanzar, el rumor que
se tornara más y más fuerte, y que no provenía de sus gargantas, sino que era
producto del movimiento de sus brazos. Cada uno de ellos llevaba el brazo
izquierdo en alto, todo cuanto se los permitía su altura, y agitaba, con los
extremos de sus dedos, billetes sueltos, billeteras bien cargadas, monederos como
los que usaban las abuelas, chequeras, cupones de descuentos varios, tarjetas
de regale, de crédito y de débito, bien alto, a la vista de los vendedores.
Pasaron junto a mí sin responder a
mis preguntas; pero, de sus gestos, de sus miradas, obtuve cuanto necesitaba
saber.
Esperé a que el último de ellos
pasara junto a mí y, levantando mi billetera de cuero viejo y descolorido, me
uní a la silenciosa columna.
1 comentario:
Consumalgia.
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