Por acá tampoco, pensó Hansel mirando el camino que
terminaba en medio de la nada.
Días atrás se dejaron llevar al
bosque, con una venda en los ojos cada uno, por el padrastro de ambos. Un
leñador mañero sin hacha ni facha. Creyeron las palabras edulcoradas de la
madre y se dejaron llevar.
Al mediodía se cansaron de esperar y
se quitaron las vendas para descubrir que se encontraban en una parte del
bosque que no les resultaba familiar a ellos que, prácticamente, se había criado
en él. Tenían poca ropa de abrigo y estaban atados el uno al otro, Hansel y su
hermana, por una soga que unía sus tobillos dificultándoles el caminar
libremente.
Ya empieza a llorar otra vez, pensó Hansel.
—No llores más, Grettel, ya te dije
que no sirve de nada —dijo intentando sonar duro.
—¡Tengo frío! Miedo, y hambre —respondió
la niña sollozando.
—Y yo no, claro —dijo Hansel
sintiendo el peso de las almendras en su bolsillo. Le quedaban pocas, no
pensaba compartirlas con la llorona que no ayudaba en nada.
Buscaban una roca filosa para cortar
la soga, un camino conocido para huir del bosque, la madriguera de algún animal
para comer su sangre, cruda y maloliente. Algo.
Y las lágrimas insoportables de
Grettel, que no paraban, como el único sonido.
A lo lejos le pareció divisar un
techo entre los árboles, dentro de lo que parecía ser un pequeño claro entre
los árboles. Un techo viejo y negro.
Hacia allí encaminó sus pasos
empujando a su insoportable hermana. Ansiaba encontrar a alguien que le diera
de comer, que cortara la soga y que aceptara a Grettel como regalo. No
importaba el orden; pero quería deshacerse de ella lo más rápido posible.
No soportaría por mucho más sus
lágrimas.
El bosque estaba silencioso en ese
rincón, y un olor viejo, el resabio de un olor, se sentía en el aire. Un
recuerdo que Hansel no terminaba de recuperar; un recuerdo al que sólo pudo
darle sentido cuando vio la casa consumida por el fuego, la puerta partida por
la mitad por la filosa hoja de algún hacha, las ventanas quebradas y el reguero
de lozas rotas en la entrada.
—La casa de la bruja —dijo en voz
baja.
La bruja que, años atrás, cuando él
recién aprendía a caminar, la inquisición supo juzgar por hechicería,
devoradora de fetos y prestamista con usura. Recordaba que su padre, antes de
morir de un hachazo por la espalda de un desconocido, le contó cómo, un grupo
de aldeanos encarnizados por el discurso del sacerdote de la comarca, atacó la
casa. Empalaron a la bruja y saquearon la exigua granja de la mujer.
La casa que contemplaban con los
ojos cargados de lágrimas, la casa de la bruja que quizá hubiera podido
ayudarlos a salir del amargo bosque, estaba vacía.
6 comentarios:
Siempre, siempre, siempre, hay que pensar las cosas antes de actuar...
Saludos
J.
Interesante la historia de Hansell y Grethel. Faltaron nuevos dulces.
que olor a azúcar quemada !!!!
un abrazo!!!!
además de que nunca se sabe quien nos puede ser útiles y provechosos en el futuro... de ahí que no debemos negar las opciones y opiniones de los demás, quizá en el futuro nos puedan servir.
:)
un abrazo
Gracias a los tres por sus visitas y comentarios.
J.
jajaja
no quedó ni la bruja, y bueno, heredaron la casa, o no?
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