Llevaban tanto tiempo allí encerrados, en la
oscuridad, entre la humedad y la inmundicia, que nadie podía saber si eran
apenas horas, días, o años. Con los ojos ardiéndoles por el esfuerzo de
penetrar la negrura, las manos cubiertas de raspones y magulladuras y la ropa
hecha jirones de tantas caídas.
El encierro los había convertido en
piltrafas de los hombres que supieron ser.
¿Quién era el culpable de tan vil
encierro? No lo sabían. Hablaban diferentes lenguas y permanecían juntos por
una simple y primitiva razón: miedo. A la oscuridad, a la soledad, a las
alimañas que podían esconderse allí. Como fuera, el miedo los unía y los
obligaba a continuar avanzando en ese laberinto de un único pasillo,
interminable en su infinitud, inescrutable en su silencio.
Comentan que un ciego, acostumbrado
a esos usos, guiaba la columna de cuerpos sucios y sudorosos en medio del
sofocante calor. Un ciego que se divertía haciéndolos caminar por donde el
camino se encontraba en peor estado, donde las piedras puntiagudas dañaban más
las plantas blandas de los pies descalzos.
Era extraño el que sintieran hambre,
sólo cansancio y una sed tan infinita como el mismo túnel. Pero, en su afán por
encontrar una salida, un atisbo de luz, un poco de aire que no oliera a heces,
nadie lo notaba.
Pasaron semanas quizá, hasta que, un
día de tantos, el ciego al inicio de larga fila de cuerpos se detuvo:
—Hay algo allí, al frente —dijo.
Pero nadie podía ver. Sólo alguien
acostumbrado a no depender de sus ojos percibía las diferencias en los matices
del aire.
—Alguien respira pesadamente…
No terminó la frase. Una gran
lámpara incandescente se encendió sobre ellos, hiriendo ojos, sorprendiendo a
todos menos al ciego que se mantuvo firme en su posición de líder de la
columna.
—Felicitaciones —dijo una voz
metálica, una grabación vieja en ese inglés antiguo que se hablaba a mediados
del siglo XXI—, a la vuelta de ésta pared se encuentra la salida. Sean
bienvenidos.
—No —dijo el ciego—, es una trampa.
Pero nadie lo escuchó, la masa de
hombres deseosos por ver el cielo, por respirar aire fresco y obtener algo que
agua para calamar su sed, lo arrojó contra una de las paredes cuando intentó
detenerlos. A pesar de que no compartían la lengua, habían comprendido el
contenido de la grabación sin la menor dificultad, otra de las extrañezas de
aquel lugar.
Sin embargo, el ensordecedor ruido
de las detonaciones y la risa grabada en la misma cinta magnética le dieron la
razón al ciego.
Gemidos, quejidos y lágrimas fue
cuanto quedó. Muerte y sangre otra vez.
—Ilusos —dijo el ciego retrocediendo
sobre sus pasos, regresando por el pasillo ahora vacío—, cuánto más cerca de
está de la salida, más peligroso es el encierro.
Una gran frase que, lamentablemente,
nadie más que él pudo oír.
7 comentarios:
Un homenaje, muy póstumo, a José Saramago.
Saludos a tod@s
J.
Estamos ambos de homenaje.
Éste es un gran homenaje al genio portugués, en verdad!
Un abrazo.
HD
Me gustó mucho.
El ciego vidente es el que no suele ser oído.
Abrazo.
Muy bueno, interesante, como siempre el oráculo de Cibeles que no es escuchado dice la verdad, y los hombres necios los primeros en caer.
Buenísimo.
Nuestros personajes a veces nos sorprenden con sus frases.
El cuento de muy buen nivel. Como muchas veces. Y si es por Saramago, doblemente certero. Me dieron ganas de abrir una cerveza en honor al genial escritor.
Saludos.
Me recordaste a un gran escritor rioplatense, Mario Levrero. La novela se llama "el lugar".
Siempre disfruto tus narrativas de género.
Abrazo
Gracias por sus comentarios.
Efa: Si, Mario Levrero también está presente en éste texto, aunque sólo me di cuenta de la referencia después de escribirlo. Gracias por la mención.
Saludos a tod@s
J.
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