El bar estaba en silencio; la
radio había enmudecido unos minutos antes y los que allí estábamos comenzábamos
a mirar de soslayo a los demás.
No éramos más
de seis hombres, endurecidos y amargados por la vida de la frontera, armados
con las pocas armas que llegaban hasta aquel rincón como a través de un
cuentagotas, preparados para matar y no dejarse morir.
La radio era
la única diversión, si podemos darle ese nombre a una voz monótona y automática
que pasaba todo el día repitiendo datos técnicos y marcadores económicos
mechados con mensajes personales.
Nada de
música, es cierto. Pero era un ruido que nos recordaba a la ciudad, a la
metrópoli. Y ahora había cesado. La crispación y el malestar se sentían en un
aire cada vez más cargado de tensiones.
Fue entonces
cuando sucedió.
Una mujer,
enfundada en un traje espacial blanco y plateado, con el casco en la mano, el
pelo enmarañado y una expresión de asombro inconfundible en su rostro, entró al
bar.
Por supuesto
que la miramos. Como hombres que llevan años sin ver otra cosa que suelo árido
y la pobre vegetación desértica. Aunque el grueso traje apenas dejaba entrever
sus formas, era una mujer, y humana. Imposible de comparar con las frías babosas
de la frontera.
La miramos con
el anhelo de un poco de tibieza exigua en nuestros lechos, y nos miramos entre
nosotros midiéndonos una vez más como contrincantes, calculando cuál de
nosotros sobreviviría para quedarse con el premio. En otras palabras, quién
coronaría la matanza con un largo beso de amor fingido y cargado de necesidad.
Pero la
sorpresa volvió a golpearnos cuando la mujer abrió la boca y, en un dialecto
que se esforzaba por sonar neutro, dijo:
—Saben que ahí
afuera no queda nada, ¿cierto?
Salimos a ver,
demostrando lo poco que confiábamos en las palabras de un desconocido, de un
forastero y, sobre todo, de una mujer.
Ciertamente,
no había nada. Nada de nada, excepto nosotros. Las estrellas del negro cielo
habían desaparecido, las montañas del este y del norte, las tierras del sur
tampoco estaban allí.
Tan sólo
quedaba un trozo de roca de poco más de dos kilómetros de longitud, el bar,
nosotros, y la mujer.
—¿Qué habrá
sucedido? —preguntó alguien.
—Habrá sido la
guerra —respondió otro.
—La guerra
nunca antes había llegado hasta aquí, hasta la frontera.
—Es cierto
—dije yo—, pero esta vez si.
—¿Seremos los
únicos?
—¿En el
universo?
—Bueno… —dijo
el primero en hablar—, eso explicaría por qué la radio ya no transmite, ni
siquiera las señales de emergencia —tocándose el oído nos mostró la cicatriz
típica de toda operación de injerto de radio-sinapsis.
Luego volvimos
a mirarnos.
—Sólo queda
algo por hacer —dijo uno de los que no habían hablado, desenfundando su arma.
A punto de
masacrarnos estábamos cuando oímos un disparo al aire.
En el interior
del bar, la mujer sostenía una humeante Colt Bisley, un arma típica de mujer.
—Tengan la
integridad suficiente —dijo señalándonos a todos con un ademán—, de morir como
verdaderos hombres de frontera.
Terminó de
hablar y se voló la tapa de los sesos.
--
Este relato fue incluido en el libro Fábulas del
cuaderno verde, publicado en 2014.
14 comentarios:
Quien dijo que la mujer es debil y no tiene decisión...
Tu relato acorraló mi pensamiento....
Saludos y me largo de la frontera. jajaja....
Mirá la muy turra..
A mí me gustan las Colt Bisley.
De armas tomar, la personaje.
Saludos.
joder!!! que bueno. No se porque me sono a triple frontera o ciudad juarez
abrazo
Sabia.
Y es que pocas cosas pueden compararse con la soledad.
Te mando un besote!
me alegro que te haya gustado el corto de animación, es muy lindo la verdad. Para otro cuento de fronteras.. "El paso del norte", de Juan Rulfo. saludos!
gracias por pasarte pero como o de que formas podrias ayudar?
saludos!
leandro silva
Es que esa mujer ya sabía que, de quedar viva, la raza humana se reproduciría otra vez y se extendería por la faz de la Tierra arrasando con todo, y matando al planeta una y otra vez en todo el tiempo que a éste le quede por recobrarse.
...es que desde que la evolución se tornó antropocinética, se perdió hasta el instinto de conservación. Una especie aberrante, ni más, ni menos...
Excelente cuento, Dragón, me gusta cuando te animás a algo un poquitín más largo. Lo disfruté mucho, sobre todo el final. Un diez.
pd: Igual fijate que me parece que hay un par de erratas.
Jeje, muy bueno, la verdad. Es como un pequeño ejemplo, de que la mujer, muchas veces, o casi siempre, ayuda a encontrar el camino.
Geraldine: ¡Eso! ¿Quién lo dijo?
Antonio: Gracias, nunca antes me habían dicho algo semejante sobre mis relatos.
Dreyfus: Tenía que ser mujer. A mi también me gustan esas armas, sobre todo porque son para 'hombres rudos'.
Omar: Así lo parece.
Druida de Noche: Puede ser que haya algo de esas geografías en el cuento, pero no de manera conciente...
Andreita: La soledad, a mi modo de ver, sólo se compara con la compañía indeseada.
Carito: Leí el cuento de Rulfo hace un tiempo, y el corto es precioso. Gracias por pasar.
Silva Leandro: Te respondí en tú blog. Suerte.
NoeliA: Eso mismo, Noe, ella ya lo sabía.
Mikkonoss: ¿El hombre no está condenado a destruirse desde el mismísimo día que salió de la bruma de la evolución?
Barbie Murano: Gracias Barbie. Ésta historia en particular me pidió que me extendiera un poquito más.
Hombre de Neanderthal: Más bien diría que la mujer es la única que tiene el coraje de afrontar la realidad, ¿no te parece?'
Saludos a tod@s
Uy, los dejó a todo así... con la boca abierta.
(me encantan tus ideas tus relatos!)
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