Tenía acento extranjero. Ruso,
polaco, rumano; a decir verdad, me lo imagino más como ucraniano. Claro que no
conozco ninguno de estos idiomas, por lo que son meras conjeturas.
Me resultaba
curioso, tal vez un poco fútil, el que no me fijara en las pantomimas que la
mujer hacía en medio del tránsito, sino que lo único que me llamara la atención
era aquella desconocida y mágica lengua en la que gritaba. El color de su
cabello, su vestimenta, incluso su físico, nada recuerdo; dudo de haberla
mirado más allá del momento inicial en el cual ubicar desde dónde provenían
aquellos gritos. Su acento, en cambio, se grabó a fuego en mi memoria.
Junto con los esfuerzos
para que la entendiéramos.
Me hechizó con
su voz, no la comprendía y no me importaba en lo más mínimo mientras pudiera
continuar oyéndola desgañitándose en esa lengua.
Esto fue, por
supuesto, antes de interpretar sus señas y, como ella pedía, levanté los ojos
al cielo y lo vi. ¿O lo correcto sería decir que la vi? La vi, porque era una expresión en femenino la que se usa
para designarla. Lo vi, porque aquello era la materialización del peor de mis
sueños.
Era inevitable
que ocurriera; no existía forma de detenerlo. Decidí, soy conciente de ello,
que lo último que quería ver, más bien oír, era el extraño acento de la turista
que señalaba, llena de pavor, la gigantesca bomba transcontinental que, en segundos
más, segundos menos, nos destruiría.
3 comentarios:
Mmmm... impactante. Me recuerda a algún lugar lejano de oriente. Qué triste memoria.
No sólo en el Lejano Oriente suceden ésta cosas, Lina, nadie espera despertarse un día y ver caer una bomba sobre sí mismo, pero es algo que puede suceder es este mundo de fanatismos descontrolados. Y no podemos hacer nada para evitarlo
¡Excelente relato!
Publicar un comentario