Entró en la ciudad cubierto de harapos, disimulando su cuerpo, el color de su cabello y sus ojos, tal como se lo recomendaran al partir y en cada pueblo que atravesara durante su camino.
Acompañado únicamente de un guía a quien no conocía, que apenas sabía su idioma y hablaba vagamente el griego, atravesó tantos caminos que le sería imposible recordarlos. La lealtad del guía resultó más barata de lo pensado. Por un poco de oro y algunas gemas de colores, el hombre accedió a conducirlo por las callejuelas y edificios de Constantinopla haciéndole pasar por uno de los tantos e importantes mercaderes que traía tributos para el Emperador. Todo estaba planeado, pensado y convenido hasta el último detalle; no se hubiera arriesgado de otra manera.
Cuando abandonó la fría Jutlandia rumbo a la esplendorosa corte de la que sólo se conocían rumores traídos por los mercaderes, tenía una vaga idea de lo que podría encontrar. Si bien la sorpresa lo embargaba casi que a cada paso, esta duraba poco al ver las mismas maravillas repetirse una y otra vez. Sin embargo, caminó por la ciudad de Constantino por sus caminos de piedras, levantando la vista buscando el final de los altos edificios de piedra que en su magnificencia imponían respeto. Escuchó lenguas y dialectos de los hombres con lo que se cruzaban sin entender nada de lo que se decía. Contempló la exótica belleza de mujeres de ojos y cabellos oscuros. Resultaba todo tan diferente a lo que conocía de su tierra natal.
Ya no vestía sus habituales harapos y pieles de bestias acostumbradas al frío, había cambiado esos atuendos por las ropas adecuadas al llegar a las puertas del palacio del Emperador. Allí no debió esperar demasiado, ya que el lenguaraz que lo guiaba hacía demasiado bien su papel y era pródigo con el dinero que le diera precisamente para ello; ninguna puerta permanecía cerrada para ellos. Vio como su guía hablaba con varias personas en diferentes dialectos, cada una de ellas con ropas más lujosas y enjoyadas que el anterior; aquello le indicaba que se acercaba poco a poco a la sala de audiencias del Emperador, tal y como esperaba que fuera.
Cuando le llegó el turno de hablar, el guía hizo la presentación antes practicada y, ante una señal imperceptible para todos los demás, se puso de pié dejando caer los lujosos mantos que lo cubrían descubriendo su torso, la fiera espada colgando junto a su pierna, y la recia mirada dirigida hacia el trono.
La joven emperatriz Zoé volvió la mirada hacia los recién llegados al oír las ropas caer, contempló el cuerpo vigoroso, atlético, fibroso, musculoso del hombre que miraba de igual a igual al viejo Miguel Calaphates que, con su edad y sus olvidos, apenas se percataba de lo que sucedía. Comparación alguna fue necesaria.
¿Es esto a lo único que puede aspirar una emperatriz? Dicen que pensó al mirar una vez más a su esposo, para preguntarse luego, mirando al desconocido: ¿O puede tener cuanto desee? Algo extraño crecía en su interior, un sentir que le recordaba su pasado no muy lejano, sentir que le recordaba que aún era una joven mujer.
Harald Haardrade, futuro rey de Noruega, acababa de llegar a Constantinopla, buscaba aventuras, fama y la fuerza para regresar victorioso a sus tierras. Sin dudas, algún día, el mundo conocería su nombre, así se lo prometía su espada; sin dudas, él conocería mucho más que la ciudad del Emperador, así se lo prometían los ojos de Zoé.
Acompañado únicamente de un guía a quien no conocía, que apenas sabía su idioma y hablaba vagamente el griego, atravesó tantos caminos que le sería imposible recordarlos. La lealtad del guía resultó más barata de lo pensado. Por un poco de oro y algunas gemas de colores, el hombre accedió a conducirlo por las callejuelas y edificios de Constantinopla haciéndole pasar por uno de los tantos e importantes mercaderes que traía tributos para el Emperador. Todo estaba planeado, pensado y convenido hasta el último detalle; no se hubiera arriesgado de otra manera.
Cuando abandonó la fría Jutlandia rumbo a la esplendorosa corte de la que sólo se conocían rumores traídos por los mercaderes, tenía una vaga idea de lo que podría encontrar. Si bien la sorpresa lo embargaba casi que a cada paso, esta duraba poco al ver las mismas maravillas repetirse una y otra vez. Sin embargo, caminó por la ciudad de Constantino por sus caminos de piedras, levantando la vista buscando el final de los altos edificios de piedra que en su magnificencia imponían respeto. Escuchó lenguas y dialectos de los hombres con lo que se cruzaban sin entender nada de lo que se decía. Contempló la exótica belleza de mujeres de ojos y cabellos oscuros. Resultaba todo tan diferente a lo que conocía de su tierra natal.
Ya no vestía sus habituales harapos y pieles de bestias acostumbradas al frío, había cambiado esos atuendos por las ropas adecuadas al llegar a las puertas del palacio del Emperador. Allí no debió esperar demasiado, ya que el lenguaraz que lo guiaba hacía demasiado bien su papel y era pródigo con el dinero que le diera precisamente para ello; ninguna puerta permanecía cerrada para ellos. Vio como su guía hablaba con varias personas en diferentes dialectos, cada una de ellas con ropas más lujosas y enjoyadas que el anterior; aquello le indicaba que se acercaba poco a poco a la sala de audiencias del Emperador, tal y como esperaba que fuera.
Cuando le llegó el turno de hablar, el guía hizo la presentación antes practicada y, ante una señal imperceptible para todos los demás, se puso de pié dejando caer los lujosos mantos que lo cubrían descubriendo su torso, la fiera espada colgando junto a su pierna, y la recia mirada dirigida hacia el trono.
La joven emperatriz Zoé volvió la mirada hacia los recién llegados al oír las ropas caer, contempló el cuerpo vigoroso, atlético, fibroso, musculoso del hombre que miraba de igual a igual al viejo Miguel Calaphates que, con su edad y sus olvidos, apenas se percataba de lo que sucedía. Comparación alguna fue necesaria.
¿Es esto a lo único que puede aspirar una emperatriz? Dicen que pensó al mirar una vez más a su esposo, para preguntarse luego, mirando al desconocido: ¿O puede tener cuanto desee? Algo extraño crecía en su interior, un sentir que le recordaba su pasado no muy lejano, sentir que le recordaba que aún era una joven mujer.
Harald Haardrade, futuro rey de Noruega, acababa de llegar a Constantinopla, buscaba aventuras, fama y la fuerza para regresar victorioso a sus tierras. Sin dudas, algún día, el mundo conocería su nombre, así se lo prometía su espada; sin dudas, él conocería mucho más que la ciudad del Emperador, así se lo prometían los ojos de Zoé.
2 comentarios:
Ser emperatriz es horrible. Siempre intachable, siempre pulcra y un ejemplo. No hay como ser la defensora de la emperatiz... eso es lo máximo. Si pudiese elegir tiempo, espacio y trabajo, ten por seguro que elegiría ese.
Un viejo y conocidísimo refrán dice: 'Sobre gustos...'
Publicar un comentario