sábado, 26 de abril de 2008

¿Qué hay dentro del Lavarropas?

Comenzó de éste modo: El nene corrió desde la cocina al lavadero con las servilletas sucias que su madre le había pedido llevar al lavarropas, uno de esos automáticos con puerta frontal que estaban de moda después de la crisis. El nene abrió la puerta, tiró las servilletas dentro, cerró la puerta y dio media vuelta para salir corriendo una vez. Un ruido inesperado lo hizo mirar hacia atrás.
    La puerta del lavarropas habían vuelto a abrirse y las servilletas estaban en el suelo. Al verlas allí, el nene las juntó y las metió otra vez, pero le fueron devueltas una vez más. Lo mismo se repitió varias veces, hasta que el nene se cansó y llamó a su madre.
    —¡Mamá, el lavarropas no quiere servilletas! ¿Le podemos dar otra cosa?
    —¿Qué decís, nene?
    —Que el lavarropas no quiere servilletas sucias.
    La madre dejó lo que estaba haciendo, cortándose las uñas mientras miraba la televisión sin sonido, se levantó con todo el tiempo del mundo y fue a ver qué quería el nene. Lo encontró acuclillado delante de la puerta abierta del lavarropas.
    —¿Qué pasa?
    —Mirá.
    El nene tiró una vez más las servilletas al interior del aparato e, inmediatamente, estas volvieron al suelo.
    —¿Cómo hiciste eso?
    —Yo no lo hice —dijo el nene.
    —A ver, dejáme a mí.
    Empujó con la mano el nene que cayó sentado el suelo. Tomó las servilletas y las arrojó hacia el interior del aparato con fuerza sin que fueran devueltas.
    —Ves, ya está —dijo dándose media vuelta.
    —Mamá —la llamó el nene.
    La madre se volvió, las servilletas estaban en el suelo.
    —¿Por qué las sacaste?
    —Yo no las saqué.
    —Nene, no empieces a molestar, mirá que todavía es temprano.
    —Pero yo no las saqué, salieron solas. Para mi debe haber algo ahí adentro.
    —No digas pavadas, qué pudo haberse metido en un lugar tan chico y oscuro.
    —El nene tiene razón —dijo una voz desde la puerta del baño.
    Allí, parado estaba la copia exacta de los detectives de historieta de los años veinte del siglo llamado con la misma cifra. Gabardina larga hasta los tobillos, negra como sus brillosos zapatos, cerrada hasta el último botón a pesar del calor, con un sombrero del mismo color que le quedaba tan grande que le caía sobre las cejas. No fumaba, pero era como si el humo de viejos cigarros nublara su rostro.
    —¿Quién es usted? —preguntó la madre—. ¿Cómo entró a mi casa?
    —Permítame presentarme —extendió una tarjeta—, soy el Detective de lo Extravagante.
    La tarjeta confirmaba lo dicho.
    —Supongo que De Lo es su nombre.
    —Supone bien.
    —Por casualidad, ¿usted es uruguayo?
    —Panameño pero nací en Punta del Este.
    —Ah —dijo la madre.
    —Eso explica mi nombre —dijo el detective.
    —Sí, claro. Y ya que está acá, ¿puede decirnos qué ocurre?
    —Puedo pero tengo que ver el fenómeno una vez más.
    Como si hubiera esperado esas palabras el nene tomó las servilletas, que seguían en el suelo, y las arrojó al lavarropas. Medio pensamiento más tarde, estas estaban otra vez en el suelo.
    —Ya veo —dijo De Lo—, hagamos otra prueba.
    Sacó de su gabardina un pañuelo de tela, que arrojó al mismo lugar al que iban las servilletas en todos sus viajes. El pañuelo le fue igualmente devuelto. Después sacó un paquete de pañuelos de papel y también los arrojó; le fue devuelto el plástico del envoltorio sin su contenido.
    —Ya veo —dijo llevándose la mano al mentón, un metro más abajo el nene imitaba sus gestos.
    —¿Sabe lo que pasa? —preguntó la madre.
    —Sí.
    Silencio.
    —¿Qué pasa? —volvió a preguntar la madre.
    —Tiene un duende en el lavarropas —dijo De Lo.
    La madre ni pareció sorprenderse. El nene festejó la ocurrencia con una sonrisa y varias palmadas en el aire que los adultos no acompañaron porque no lo miraban.
    —¿Cómo hago para que se vaya? Lo lleno de agua y lo prendo.
    —No, que los duendes no saben nadar, pobrecito.
    —¿Y cuál es el problema? —preguntó la madre una vez más.
    —Matar un duende dentro de la casa trae mala suerte, distinto es si lo atropella en la autopista, o si lo prende fuego con la estufa eléctrica por error. Pero nunca adentro y adrede, o jamás vuelve a tener buena suerte para nada de nada de lo que emprende.
    —¿Cambio el lavarropas, compro otro? Aunque éste me gusta mucho —dijo la madre acariciando la superficie del aparato.
    —De nada serviría, el lugar que eligió para vivir el duende es, en realidad, el lavadero, no específicamente el aparato. Suponiendo que lo cambiara el duende encontraría la forma de volver y ocupar el nuevo lavadero.
    —¿Cómo?
    —En una caja de jabón, o envuelto para regalo. ¡Quién sabe! Son tan ingeniosos.
    —¿Qué puedo hacer?
    —Nada.
    —¿Cómo que nada?
    —Tiene que esperar a que al duende deje de gustarle el lugar y decida irse por sí mismo. Entonces el lavadero y todo lo que hay en su interior volverá a ser de ustedes. Estando todo resuelto, ya no hace falta mi presencia aquí. ¡Adiós!
    Desde entonces el nene y la madre intentan acostumbrarse a vivir sabiendo que dentro del lavarropas duerme un duende; aunque claro que las cosas se pondrían difíciles si descubrieran al pingüino del freezer, o al pichón de dragón en el horno.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No me gusto :/
bah, esperaba otra cosa :P
de onda, no te enojes, Mr. Dike ^^

Anónimo dijo...

Y bueno... no se puede tener a todos contentos todo el tiempo.

Hago lo que puedo y creo que el intento vale (¿o no?)

J.