Comenzó de éste modo. El nene
corrió desde la cocina al lavadero con las servilletas sucias que su madre le
había pedido llevar al lavarropas, uno de esos automáticos con puerta frontal
que estaban de moda después de la crisis. Entonces, el nene abrió la puerta,
tiró las servilletas dentro, cerró la puerta y dio media vuelta para salir,
pero un ruido inesperado le hizo mirar hacia atrás.
La puerta se
abrió otra vez y las servilletas cayeron al suelo. Al verlas allí, el nene las
juntó y las metió otra vez, pero le fueron devueltas una vez más. Lo mismo se
repitió varias veces, hasta que el nene se cansó y llamó a su madre.
—¡Mamá, el
lavarropas no quiere servilletas! ¿Le podemos dar otra cosa?
—¿Qué decís
nene?
—Que el
lavarropas no quiere servilletas sucias.
La madre dejó
lo que estaba haciendo, cortándose las uñas mientras miraba la televisión sin
sonido, se levantó con todo el tiempo del mundo y fue a ver qué quería el nene.
Lo encontró acuclillado delante de la puerta abierta del lavarropas.
—¿Qué pasa?
—Mirá.
El nene tiró
una vez más las servilletas al interior del aparato e, inmediatamente después,
volvieron al suelo.
—¿Cómo hiciste
eso?
—Yo no lo hice
—dijo el nene.
—A ver, dejáme.
Empujó con la
mano el nene que cayó sentado el suelo. Tomó las servilletas y las arrojó hacia
el interior del aparato con fuerza sin que fueran devueltas.
—Ves, ya está —dijo
dándose media vuelta.
—Mamá —la
llamó el nene.
La madre se
volvió, las servilletas estaban en el suelo.
—¿Por qué las
sacaste?
—Yo no las
saqué.
—Nene no
empieces a molestar que todavía es temprano.
—Pero yo no
las saqué, salieron solas. Para mi debe haber algo ahí adentro.
—No digas
pavadas, qué pudo haberse metido en un lugar tan chico y oscuro.
—El nene tiene
razón —dijo una voz desde la puerta del baño.
Allí, parado
estaba la copia exacta de los detectives de historieta de los años veinte del
siglo llamado con la misma cifra. Gabardina larga hasta los tobillos tan negra
como los brillosos zapatos, cerrada hasta el último botón a pesar del calor,
con un sombrero del mismo color que le quedaba tan grande que le tapaba hasta las
cejas. No fumaba pero era como si el humo de muchos cigarros le nublara el
rostro.
—¿Quién es
usted? —preguntó la madre—. ¿Cómo entró a mi casa?
—Permítame
presentarme —extendió una tarjeta—, soy el Detective de lo Extravagante.
La tarjeta lo
confirmaba.
—Supongo que
De Lo es su nombre.
—Supone bien.
—Por
casualidad, ¿usted es uruguayo?
—Panameño pero
nací en Punta del Este.
—Ah —dijo la
madre.
—Eso explica
mi nombre —dijo el detective.
—Si, claro. Y
ya que está acá, ¿puede decirnos qué ocurre?
—Puedo pero
tengo que ver el fenómeno una vez más.
Como si
hubiera esperado esas palabras el nene tomó las servilletas, que seguían en el
suelo, y las arrojó al lavarropas. Medio pensamiento más tarde estaban otra vez
en el suelo.
—Ya veo —dijo
De Lo—, hagamos otra prueba.
Sacó de su
gabardina un pañuelo de tela, que arrojó al mismo lugar al que iban las
servilletas en todos sus viajes, pero le fue igualmente devuelto. Después sacó
un paquete de pañuelos de papel y también los arrojó, y le fue devuelto el
plástico del envoltorio sin su contenido.
—Ya veo —dijo
llevándose la mano al mentón, un metro más abajo el nene imitaba sus gestos.
—¿Sabe lo que
pasa? —preguntó la madre.
—Si.
Silencio.
—¿Qué pasa?
—volvió a preguntar la madre.
—Tiene un
duende en el lavarropas —dijo De Lo.
La madre ni
pareció sorprenderse. El nene festejó la ocurrencia con una sonrisa y varias
palmadas en el aire que los adultos no acompañaron porque no le miraban.
—¿Cómo hago
para que se vaya? Lo lleno de agua y lo prendo.
—No, que los
duendes no saben nadar, pobrecito.
—¿Y cuál es el
problema? —preguntó la madre una vez más.
—Matar un
duende dentro de la casa trae mala suerte, distinto es si lo pisa con el auto
en la autopista, o si lo prende fuego con la estufa eléctrica por error. Pero nunca
adentro o jamás vuelve a tener buena suerte para nada de nada de lo que
emprende.
—Cambio el
lavarropas, compro otro. Aunque éste me gusta mucho —dijo la madre acariciando
la superficie del aparato.
—De nada
serviría, el lugar que eligió para vivir el duende es, en realidad, el lavadero,
no específicamente el aparato. Suponiendo que lo cambiara el duende encontraría
la forma de volver y ocupar el nuevo lavadero.
—¿Cómo?
—En una caja
de jabón, o envuelto para regalo. ¡Quién sabe! Son tan ingeniosos.
—¿Qué puedo
hacer?
—Nada.
—¿Cómo nada?
—Tiene que
esperar a que al duende deje de gustarle el lugar y decida irse por sí mismo. Entonces
el lavadero y todo lo que hay en su interior volverá a ser de ustedes.
Desde entonces
el nene y la madre intentan acostumbrarse a vivir sabiendo que dentro del
lavarropas duerme un duende; aunque las cosas se pondrían difíciles si
descubrieran al pingüino del freezer, o al pichón de dragón en el horno, claro.
2 comentarios:
No me gusto :/
bah, esperaba otra cosa :P
de onda, no te enojes, Mr. Dike ^^
Y bueno... no se puede tener a todos contentos todo el tiempo.
Hago lo que puedo y creo que el intento vale (¿o no?)
J.
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