La hierba se doblaba, se quebraba
y moría debajo del acero de mis botas tan rápido que apenas podía notarlo.
Aquel bosque era el paraje más extraño de la desconocida tierra que los
exploradores descubrieran dos generaciones atrás y que aún mantenía intactos todos
sus secretos.
El silencio
causaba desolación; el frío imponía lejanía entre mi cuerpo, enfundado en la
armadura (que antes brillaba y, hoy, era poco más que una ruina bajo el óxido y
la podredumbre), y la esquiva vegetación del invierno sempiterno.
Presentía que
algo sucedería. El aire que respiraba se había enrarecido, todavía más, si es
que era posible. La falta de cualquier sonido (el trino de un ave, el ulular
del viento, el canto de las hojas, el rechinar de mi armadura), tornaba más desesperante
la situación.
Me encontraba
solo, en medio de un bosque perdido en la inmensidad de una tierra desconocida,
con mi espada como única defensa ante lo que pudiera aparecer de un momento a
otro. No recordaba qué había sido de mi escudo, era tarde para pensar en ello.
Un furtivo
movimiento en el rabillo de mí ojo me obligó a mirar hacia uno de los lados y,
luego, al cielo y contemplar, por mí mismo, el prodigio en lugar de escucharlo
varios días después en el campamento de boca de otro ignorante soldado.
La nieve negra
que tanto desconcierto causaba en la Metrópoli, volvía a caer una vez más sobre
mí.
1 comentario:
Otra vez yo y por aquí. Reconozco que no soy un buen referente y mucho menos un buen crítico sobre todo porque el genero mágico no es de mis preferencias. Por lo tanto a todo lo que me atreveré es a, largar por esta boca, lo siguiente:
Es muy notable tu evolución. Pones empeño. Me gusta que cada vez menos azúcar malogra el sabor de tus simbolismos.
Gustavo.
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