Nunca me contaste porqué te resultaba
tan agradable aullarle a la luna, ni porqué la nieve te llamaba a correr sobre
ella, ¿no se te enfriaban las patas como a mi? Muchas preguntas quedaron sin
respuestas, muchas otras nunca fueron formuladas porque no hacía falta,
mientras que, todavía otras, surgieron después, cuando ya nadie podría
responderlas.
Aquella única semana
que compartimos fue suficiente para conocer lo necesario, para que se hiciera o
se dijera con el más mínimo gesto y el menor ademán, lo que inevitablemente
necesitaría saber. Tenías razón cuando decías que cazar conejos blancos en la
nieve del amanecer era la mejor forma de liberar la adrenalina que nos acechaba
en las noches de invierno cuando arreciaba la nevada. Nos entreteníamos cazando
y comiendo la cruda carne de nuestras victimas, bebiendo la calidez en su
sangre; cosas que de no haberme encontrado allí nunca me habría atrevido
siquiera a pensar, porque el pudor habita siempre en el espíritu del hombre.
Si
he de ser sincero, dudaba de que cumplieras con nuestro pacto; creía que no
honrarías el juramento de sangre por el cual, llegado el momento, tu sabiduría
sería mía. Ni siquiera cuando mi piel comenzó a oscurecerse, y mis uñas se
volvieron garras, dejé de pensarlo.
Decías
que, a pesar del dolor que desgarraba cada rincón de mi ser, debía confiar en tus
artes de nigromante, ya que ese era el camino correcto a seguir. Lo próximo
sería, sin dudas, la sal. La sal y una última cacería antes de despedirnos
hasta el día siguiente al final de la eternidad.
¿Cómo iba a
saber que era a ti a quien debía cazar para ser como tú?
Sin
embargo, ni mis manos, ni mis dientes, ni mi corazón dudaron en lo que debía
hacerse; solamente mis ojos, al ver el miedo en los tuyos, me hicieron detenerme.
Pero fue sólo un momento, y, sin remordimiento alguno, como esperabas que así fuera,
te perseguí por el bosque, entre la nieve, los raquíticos árboles invernales y los
restos de animales muertos de cacerías anteriores.
Una vez que
comenzamos a correr no miraste atrás para comprobar si te perseguía; sabía que
mis pisadas me delataban.
Poco antes de
aquel río sin nombre, donde los renos proliferan, mis manos aferraron tu cuello
y, entre aullidos y zarpazos, entre tu sangre y la mía, el filo de mis
colmillos, consagrado para tamaña tarea, cumplió su labor.
Despellejé tu
cuerpo sólo porque era necesario; no probé tu sangre, ni tu carne, eso nadie me
obligaría a hacerlo. Lo dejé todo allí, para nuestros hermanos hambrientos. Ya había
obtenido cuando me pertenecía por derecho de sangre.
Y con tu piel,
que conservaba el calor de la vida, y tres míseros granos de sal, me volví uno
con tu espíritu dando rienda suelta a nuestros deseos. Sabiendo que, con tu
rostro sobre el mío nadie podría reconocerme y, con las atrocidades que cometería,
mi deseo por fin se saciaría.
Continué aullándole
a la luna, corriendo sobre la nieve y cazando conejos blancos, pero, por alguna
razón, ya no me sentía de la misma manera.
3 comentarios:
Hace tiempo que no leía tus creaciones (criaturas). veo que estás dejando el azúcar, espero que no sea por una cuestión con tu salud.
Muy bueno el cuento!. Lovecraft ha tejido su impronta en tu puño.
Un consejo, cortate un poco el pelo, se te ve algo feroz.
;)
Gracias.
Maravilloso... no puedo evitar una sonrisa de soslayo cuando leo tu escrito. Gracias.
Puede paracer que Lovecraft murió hace décadas, pero en verdad sigue vivo de muchas, no sólo en este blog, también en algunas pelicula de del Toro, pero sí sabemos que no vive en Stephen King (por suerte). Gracias por tus sabrosos comentarios Camacho!
Y fçgracias por las sonrisas Morrigan!
J.
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