lunes, 24 de marzo de 2008

Maestro

Nunca me contaste porqué te resultaba tan agradable aullarle a la luna, ni porqué la nieve te llamaba a correr sobre ella, ¿no se te enfriaban las patas como a mi? Muchas preguntas quedaron sin respuestas, muchas otras nunca fueron formuladas porque no hacía falta, mientras que, todavía otras, surgieron después, cuando ya nadie podría responderlas.
Aquella única semana que compartimos fue suficiente para conocer lo necesario, para que se hiciera o se dijera con el más mínimo gesto y el menor ademán, lo que inevitablemente necesitaría saber. Tenías razón cuando decías que cazar conejos blancos en la nieve del amanecer era la mejor forma de liberar la adrenalina que nos acechaba en las noches de invierno cuando arreciaba la nevada. Nos entreteníamos cazando y comiendo la cruda carne de nuestras victimas, bebiendo la calidez en su sangre; cosas que de no haberme encontrado allí nunca me habría atrevido siquiera a pensar, porque el pudor habita siempre en el espíritu del hombre.
            Si he de ser sincero, dudaba de que cumplieras con nuestro pacto; creía que no honrarías el juramento de sangre por el cual, llegado el momento, tu sabiduría sería mía. Ni siquiera cuando mi piel comenzó a oscurecerse, y mis uñas se volvieron garras, dejé de pensarlo.
            Decías que, a pesar del dolor que desgarraba cada rincón de mi ser, debía confiar en tus artes de nigromante, ya que ese era el camino correcto a seguir. Lo próximo sería, sin dudas, la sal. La sal y una última cacería antes de despedirnos hasta el día siguiente al final de la eternidad.
¿Cómo iba a saber que era a ti a quien debía cazar para ser como tú?
            Sin embargo, ni mis manos, ni mis dientes, ni mi corazón dudaron en lo que debía hacerse; solamente mis ojos, al ver el miedo en los tuyos, me hicieron detenerme. Pero fue sólo un momento, y, sin remordimiento alguno, como esperabas que así fuera, te perseguí por el bosque, entre la nieve, los raquíticos árboles invernales y los restos de animales muertos de cacerías anteriores.
Una vez que comenzamos a correr no miraste atrás para comprobar si te perseguía; sabía que mis pisadas me delataban.
Poco antes de aquel río sin nombre, donde los renos proliferan, mis manos aferraron tu cuello y, entre aullidos y zarpazos, entre tu sangre y la mía, el filo de mis colmillos, consagrado para tamaña tarea, cumplió su labor.
Despellejé tu cuerpo sólo porque era necesario; no probé tu sangre, ni tu carne, eso nadie me obligaría a hacerlo. Lo dejé todo allí, para nuestros hermanos hambrientos. Ya había obtenido cuando me pertenecía por derecho de sangre.
Y con tu piel, que conservaba el calor de la vida, y tres míseros granos de sal, me volví uno con tu espíritu dando rienda suelta a nuestros deseos. Sabiendo que, con tu rostro sobre el mío nadie podría reconocerme y, con las atrocidades que cometería, mi deseo por fin se saciaría.
Continué aullándole a la luna, corriendo sobre la nieve y cazando conejos blancos, pero, por alguna razón, ya no me sentía de la misma manera.

3 comentarios:

Gustavo Camacho dijo...

Hace tiempo que no leía tus creaciones (criaturas). veo que estás dejando el azúcar, espero que no sea por una cuestión con tu salud.
Muy bueno el cuento!. Lovecraft ha tejido su impronta en tu puño.
Un consejo, cortate un poco el pelo, se te ve algo feroz.
;)
Gracias.

Der Greine dijo...

Maravilloso... no puedo evitar una sonrisa de soslayo cuando leo tu escrito. Gracias.

Anónimo dijo...

Puede paracer que Lovecraft murió hace décadas, pero en verdad sigue vivo de muchas, no sólo en este blog, también en algunas pelicula de del Toro, pero sí sabemos que no vive en Stephen King (por suerte). Gracias por tus sabrosos comentarios Camacho!

Y fçgracias por las sonrisas Morrigan!

J.