domingo, 9 de marzo de 2008

Protector

Huía de la furia de Lope de Aguirre, el Traidor a la corona, que me perseguía por negarme a acompañarlo en su loca travesía en medio de una jungla por completo desconocida para nosotros buscando El Dorado. Ni siquiera logramos ponernos de acuerdo sobre en qué dirección marchar, y siendo de los pocos con conocimientos militares de entre los hombres de la expedición, esperaba que mis decisiones fueran tenidas en cuenta.
Mas, cuando el calor, la humedad, los mosquitos, los árboles, las pesadas nubes, el clima entero, se puso en nuestra contra, supimos que la locura de Aguirre se sobrepondría a cualquier pedido de prudencia.
Luego de semanas en medio de la jungla, un intento de motín por parte de quienes pretendían regresar a Lima, donde por menos esfuerzo conseguirían fácilmente comida fresca y un techo bajo el cual dormir, fue acallado a fuerza de sangre y fuego. Si bien no formé parte de aquel motín, pues esperaba realmente alcanzar la ciudad de oro, y obtener de ella riquezas suficientes para mí y varias generaciones en mi familia, entendí que mis servicios ya no eran necesarios cuando el pedido de clemencia para los amotinados cayó en oídos sordos.
Unas noches más tarde, mi sueño se vio sobresaltado por un ruido cercano al lugar donde yacía, la torpeza de quien fuera enviado a ultimarme me dio el tiempo necesario para escabullirme sin que mi acechador lo notara. La gruesa espada que tenía como destino mi cabeza solamente atravesó las hojas de mi improvisado lecho. Entonces comenzó mi huida.
Fui perseguido durante los primeros días; logré perder a Aguirre en medio de la selva, encaminándome hacia las montañas, en la dirección en que creía que encontraría Lima. Pero un fuerte temblor de tierra, el mayor que sintiera en mi vida, me detuvo a mitad de camino. Una abertura dejó al descubierto las entrañas de la montaña; un fuerte aroma a azufre amenazó con dejarme sin aire y sin agua, pues toda la que llevaba conmigo se echó a perder. Aún así, agotado como me encontraba, dormí bajo la escasa protección que me brindaba un raquítico y solitario árbol.
Imágenes sobrecogedoras poblaron mi sueño. Seres monstruosos me buscaban para devorar mis entrañas, para quedarse con el brillo de mis ojos, para consumir mi alma en el frío y ardiente fuego del infierno, seres que su sola presencia me hacían preferir regresar a la compañía del desquiciado Aguirre.
Sin embargo, cada vez que alguno de ellos se encontraba a punto de atraparme, cuando ya sentía las zarpas arañándome la espalda, algo volvía a arrojarlos lejos de mí permitiéndome seguir corriendo. Quería saber qué era lo que me protegía, pero el miedo me impedía volver la mirada hacia mi espalda.
Seguí huyendo, en duermevela, en plena vigilia, y cuando el agotamiento me arrojaba en tierra hasta que en medio de mi loca carrera debo de haber pisado tierra floja, o algo que me hizo trastabillar y caer barranco abajo rodando entre los pedruscos y las zarzas hasta quedar tendido boca arriba en medio de la vegetación.
Allí tendido podía ver el cielo, azul como el de mi pueblo en Castilla; lo único que tenían en común lugares tan distantes, tan diferentes y sin embargo, tan similares desde que llegáramos a tan lejanos parajes.
En lo alto, sobre mi cabeza, sosteniéndose en el aire con el batir de sus extraordinarias alas, encontré a mi salvador; supe, con sólo verlo, que ya no debía temerle a nada.
Meses después llegué a Lima por el camino más largo, sin que Aguirre, ni nadie más, lograra alcanzarme. Varias veces conté mi historia a quien estuviera dispuesto a escucharme. Tanto insistí con ella que acabaron por llamarme desde una de las iglesias recién construidas entre los cerros de la región; querían que, una vez relatara mi historia, para un pintor que acababa de atravesar el océano se inspirara con mis palabras en la decoración de la capilla.
Entre mis palabras, y sus pinceles, el mundo conoció a los protectores de los verdaderos cristianos en aquellas tierras alejadas de la Santa Roma; el mundo conoció al ángel que decidió protegerme dejando de lado su espada a favor del arcabuz, es decir, haciendo lo necesario para atraer a la verdadera fe a estos pueblos abandonados en su terca ignorancia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

... A veces es uno el que se impide entrar por la puerta principal, aún teniendo la llave en la mano! y no está mal dejar que alguien te de un empujoncito :)