Huía de la maníaca furia de Lope de Aguirre, traidor a la Corona y hereje peligroso, quien me perseguía por negarme a acompañarlo en la loca travesía que se proponía en medio de una jungla por completo desconocida para buscar El Dorado. Ni siquiera logramos ponernos de acuerdo sobre en qué dirección marchar y esperaba que mis decisiones fueran tenidas en cuenta siendo de los pocos con conocimientos militares entre quienes formaban la expedición. Mas cuando el calor, la humedad, los mosquitos, los árboles, las pesadas nubes, el clima entero, se puso en nuestra contra, supimos que la locura de Aguirre se sobrepondría a cualquier pedido de prudencia.
Luego de semanas en medio de la jungla, un intento de motín por parte de quienes pretendían regresar a Lima, donde por menos esfuerzo conseguirían fácilmente comida fresca y un techo bajo el cual dormir lejos de los mosquitos y otros insectos rastreros, fue acallado a fuerza de sangre y fuego. Si bien no formé parte de aquel motín, pues esperaba realmente alcanzar la ciudad de oro y obtener allí riquezas suficientes para mí y varias generaciones en mi familia, entendí que mis servicios ya no eran necesarios cuando mi pedido de clemencia para con los amotinados cayó en oídos sordos.
Unas noches más tarde, mi sueño se vio sobresaltado por un ruido cercano al lugar donde yacía, la torpeza de quien fuera enviado a ultimarme me dio el tiempo necesario para escabullirme sin que mi atacante lo notara. La gruesa espada que tenía como destino mi cabeza atravesó solamente mi improvisado lecho. Comenzó entonces mi huida.
Fui perseguido durante días, hasta que logré perder a Aguirre en medio de la jungla, encaminándome hacia las montañas en la dirección en que creía que encontraría Lima. Pero un fuerte temblor de tierra, el mayor que sintiera en mi vida, me detuvo a mitad de camino. Una abertura dejó al descubierto las entrañas de la montaña; un fuerte aroma a azufre amenazó con dejarme sin aire y sin agua, pues toda la que llevaba conmigo, y la encontraba en las cercanías, se había echado a perder. Aun a riesgo de perecer, y agotado como me encontraba, dormía bajo la escasa protección que me brindaba un raquítico y solitario árbol.
Imágenes sobrecogedoras poblaron mi sueño. Seres monstruosos me buscaban para devorar mis entrañas, para quedarse con el brillo de mis ojos, para consumir mi alma en el frío y ardiente fuego del infierno, seres que su sola presencia me hacían preferir regresar a la compañía del desquiciado Aguirre. Sin embargo, cada vez que alguno de esos oscuros seres se encontraba a punto de atraparme, cuando ya sentía sus zarpas arañándome la espalda, algo los arrojarlos lejos de mí permitiéndome escapar. Quería saber quién me protegía, pero el miedo me impedía volver la mirada hacia mi espalda.
Seguí huyendo, en duermevela y en plena vigilia, incluso cuando el agotamiento me arrojaba en la tierra en la que quizá dormía. Fue así hasta que en medio de mi loca carrera debo de haber pisado tierra floja o alguna otra cosa me hizo trastabillar y caer barranco abajo rodando entre los pedruscos y las zarzas hasta quedar tendido boca arriba en medio de la vegetación.
Allí pude ver el cielo, azul como el de mi pueblo de Castilla. Ese cielo azul era lo único que tenían en común lugares tan distantes y tan diferentes y que tantos problemas me trajera desde que llegáramos a esas tierras.
En lo alto, sobre mi cabeza, sosteniéndose en el aire con el batir de unas extraordinarias alas, puede ver a mi salvador. Con sólo verlo supe que ya no debía temerle a nada.
Meses después llegué a Lima por el camino más largo, sin que Aguirre, ni ninguno de los suyos, lograra alcanzarme. Varias veces conté mi historia a quien estuviera dispuesto a escucharme. Tanto insistí con ella que acabaron por llamarme desde una de las iglesias recién construidas entre los cerros de la región; querían que, una vez relatara mi historia, para un pintor que acababa de atravesar el océano se inspirara con mis palabras en la decoración de la capilla.
Entre mis palabras y sus pinceles el mundo conoció a los protectores de los verdaderos cristianos en aquellas tierras alejadas de la Santa Roma. Así el mundo conocería al ángel que decidió protegerme dejando de lado su espada a favor del arcabuz, haciendo lo necesario para atraer a la verdadera fe a estos pueblos abandonados en su terca ignorancia.
1 comentario:
... A veces es uno el que se impide entrar por la puerta principal, aún teniendo la llave en la mano! y no está mal dejar que alguien te de un empujoncito :)
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