domingo, 21 de diciembre de 2025

Dislocado

Otra vez el hombro izquierdo, desde aquel día, tendría unos once o doce años, en que la rama del árbol decidió que ya no soportaría mi peso y caí golpeándome en todo el cuerpo, sacándome el hombro izquierdo de lugar. Dolió, sí, claro que dolió, y volvió a doler cuando el médico lo colocó otra vez en su sitio. No sé en cuál de los dos momentos grité más, pero grité. Después se hizo costumbre que pasara cada cierto tiempo, como si al hombro no le gustara mantenerse en su lugar, como si fuera más fácil estar saliéndose siempre. Claro que también vi esa película de fines de la década de 1980, en la que el personaje se disloca el hombro una y otra vez y se lo vuelve a acomodar con un golpe. Diría que lo intenté, pero no fue así, nunca me gustaron los golpes, siempre preferí el dolor. No, creo que esto era al revés, en fin, ya no estoy seguro.
    Como sea. Otra vez el hombro izquierdo, señal de que algo más va a pasar, como un augurio, como un horóscopo de cuando los horóscopos servían para algo más que mentirle a quienes siguen creyendo en ellos. Podría crear mi propia forma de adivinación, la hombromancia, para saber cuándo habrá tormenta o humedad, si el calor durará otras dos semanas o si el frío alguna vez volverá a la región. Formas, todas, de prever lo imprevisible y pretender un orden que nunca será tal.
    Esto lo haría con mi hombro izquierdo y su costumbre de salirse de su sitio. Tengo que pensar qué hacer con los dedos de mis pies, que se han separado por completo de mi cuerpo sin que encuentre la forma de volver a unirlos; con mi cabello, que se desprende sin parar; con mis dientes y uñas, que se caen y por ahora guardo en un pequeño frasco; con este líquido entre verde y marrón que al parecer solo yo puedo ver y que mana de mi boca, de lo que queda de mi nariz, de mis ojos, por mis orejas y por cada una de mis heridas. Es como si buscara sin saberlo la forma de desprenderme de todo, de olvidar lo que alguna vez fui, para, aun sabiendo que es imposible, dejar atrás de una vez y para siempre el recuerdo de aquel perfume que siempre señaló tu presencia.

domingo, 7 de diciembre de 2025

Para distraerme


Antes de abrir los ojos ya sentía mi cabeza latir como si hubiera vuelto a quedarme dormido en la playa a mitad de la noche y el sol del amanecer me despertaba con su abrazo de luz, calor e incomodidad. Nunca más cierto que conmigo eso de que el hombre es el único animal que choca dos veces con la misma piedra sin aprender a esquivarla, mucho menos si esa piedra tiene nombre de mujer y habilidades en la cama difíciles de encontrar y explicar. En fin, mi cabeza suena como un redoblante y tengo que abrir los ojos para saber dónde estoy y cómo volver.
    ¿Qué es esa cosa? Es difícil de creer que estuviera allí cuando me dormí, más difícil aún es creer que apareció mientras dormía, pero debe de haber sido así, de otra forma no se explican esas planchas de metal clavadas en la arena, sobresaliendo entre los médanos. El viento que tuvo que haber habido durante la noche entera para descubrir todo esto tendría, como mínimo, que haberme cubierto a mí, y como estoy aquí, mirando esa suerte de estructura, es claro que la arena no me cubrió o que el viento sopló en alguna otra dirección; cosa que también dudo porque siempre sopla igual. Si mi cabeza no me recordara a cada instante que necesito sombra y agua, tal vez pudiera pensar un poco mejor y analizar la situación.
    Lo primero, la sombra. Eso es fácil. Cerca de las planchas de metal hay algo de sombra. No será mucha, pero no es el rayo directo del sol, lo cual es un avance. El agua puede esperar, no sé si será cierto que el cuerpo humano resiste varios días sin agua, y no pretendo ponerlo a prueba ahora, lo que sí sé es que a la sombra la neuralgia se hace más llevadera. Desearía que desapareciera por completo, pero por lo pronto eso no pasará.
    Por supuesto voy a meterme dentro de esta cosa y ver qué hay en su interior, si es que hay algo además de arena. La curiosidad siempre es más fuerte que la seguridad personal y todas esas cosas que vuelven por demás aburrida la vida. Lo que no imaginaba, porque desde el exterior no lo parecía, es que fuera algo tan grande. Supuse que sería el casco de alguna embarcación inmensa, averiada en la guerra y luego abandonada aquí; también podía tratarse de los restos de alguna obra comenzada en otra época, algo que se acabaría pronto y me dejaría del otro lado de los médanos, casi sobre la rambla. Pero no es así, esto no se termina nunca. Llevo horas caminando, quiero creer que no camino en círculos, pero el constante viento borra mis posibles huellas en la fina arena. Al menos sé que no estoy metiéndome en las profundidades de la tierra, porque el sol continúa allí arriba, sé también que no estoy alejándome del mar porque sigo escuchando las olas, sé que no estoy muerto porque el dolor en mi cabeza se hace cada vez más intenso y mi cuerpo ha sudado tanto que no dudo oler como un jabalí, sino como una piara completa. ¿Cuánto puede sudar una persona y seguir de pie? Lo averiguaré muy pronto si no logro salir de aquí, pero, a la vez, si logro salir de aquí, nada me asegura que podré saber qué es esta cosa, por qué existe, por qué está aquí, por qué mi curiosidad me impulsó a meterme aquí y, por sobre todas las cosas, por qué todo esté metal, tan expuesto al sol como lo estoy yo, se mantiene tan frío como su corazón cuando anoche, luego de tantas sonrisas, de tantos besos, de tanta fricción de piel con piel y sexo como a ambos nos gusta, dijo que no a todo lo demás.
    Dudo llegar a comprenderlo, por lo que quizá lo mejor para mí sea seguir aquí, tal vez camino en círculos buscando una salida que no quiero encontrar, algo que sirve para distraerme hasta que llegue la noche y una vez más el teléfono suene, su voz me reclame y yo sea incapaz de negarme. Sepan pues que, si el viento se levanta esta noche y los médanos recuperan su lugar ocultándolo todo, me encontrarán entre las sábanas de su cama deshecha.

domingo, 30 de noviembre de 2025

Solo al volante

Un viejo conocido, viejo por los años que llevo conociéndolo y no por nuestras edades, tenía la costumbre de solo hablar mientras conducía. Si no se encontraba al frente del volante de algún vehículo, sacarle alguna palabra, por mínima que fuera, era imposible. Debajo del vehículo se volvía un ente incapaz de emitir sonido; a lo sumo podía vérsele un gesto de asentimiento, de negación o algo como eso, pero nunca una palabra. Recobraba la capacidad de hablar al volver al volante.
    No importaban las horas, los kilómetros que hubiera que recorrer, cuánto más lejos, más hablaba. No se detenía en ningún momento, ni siquiera cuando quienes viajaban con él dormían o se encontraba solo en el auto. Hablaba para escucharse porque sin dudas para sí mismo su palabra tenía mucho valor.
    Varias veces viajé con él y le escuché relatar anécdotas de todo tipo y estilo, desde tétricas hasta esas que te sacan lágrimas de tanto que te hacen reír, también tenía anécdotas motivacionales —que por cierto eran las menos—, deportivas, familiares. Podía contar una película que había visto de pequeño completa, desde el primer segundo sin dejar afuera detalle alguno y hasta la última línea de los créditos finales. Podía hacer lo mismo con noticias o viajes que alguna vez había realizado, porque era capaz de hablar sobre cualquier tema, pero era una lotería volver a encontrarse con él y que continuara relatando lo mismo que comenzara la vez anterior. No aceptaba pedidos, no los escuchaba, ni parecía hacer bises —al menos no encontré a nadie que me dijera que lo había escuchado repetirse—, nunca volvía sobre lo ya contado, continuaba avanzando como si todo lo anterior solo pudiera ser dicho una única vez.
    Otras personas que también lo conocían, con las que al principio me encontraba ocasionalmente, pero luego comencé a rastrear para obtener más información, comentaron cosas similares. Incluso más de una vez intentamos armar un pequeño mapa a partir de sus relatos, o una suerte de cronología para los mismos, algo que ordenara el océano de palabras que manaba de su boca. Claramente, esa tarea nos superaba, porque nada de lo que cada uno escuchara por separado coincidía, siquiera fragmentariamente, con lo que escucharan los demás. Tal vez solo en su mente existiera la clave, la pista que le dé orden a sus palabras, pero, si era así, nunca lo dijo, nunca lo dio a entender, nunca nos dejó entrever cuál podría ser esa clave de bóveda que sostenía y daba sentido a todo lo demás.
    Luego de desistir en mi intención de darle un orden a sus palabras comencé, poco a poco, a tomar notas de ellas cuando dejaba el auto y él ya no estaba conmigo. Esto es porque al principio no quería sacar mi cuaderno y que me viera anotar algo de todo lo que decía. Perdí este reparo rápidamente porque a él no le importaba —se lo pregunté varias veces sin que nunca me diera una respuesta clara y directa—, y a mí me servía para tener con qué trabajar en mi escritura y aparentar que luego de tantos años continúo pudiendo escribir como el primer día, cosa que claramente no es así. Dudo, además, que él vaya a enterarse alguna vez de esto, si no le importaba el que tomara notas, mucho menos habrá de importarle que publique a mi nombre lo que alguna vez él me contó.
    La cuestión es que llevo mucho tiempo ya sin encontrarme con él, y las notas que tomara los años anteriores comienzan a acabarse, por lo que pronto ya no tendré sobre qué escribir. Así que soy yo quien comienza a preocuparse, aunque es algo que de momento puedo disimular frente a aquellos que me lo preguntan y nada saben sobre su existencia. Quienes sí lo conocen, a quienes puedo preguntarles, hablan sobre un viaje que se le encomendó, uno tan extenso que sumaría el doble del total de tiempo y kilómetros que alguna vez recorriera. Debo esforzarme por no llorar cuando imagino la cantidad de palabra que pronunciaría durante ese viaje y que nunca podré escuchar.
    Lo peor de todo esto, lo que más me perjudica, y expone, es que nadie me asegura que su regreso sea una posibilidad, como sí ha de serlo el final de mi carrera literaria, por lo que no puedo más que esperar que donde sea que lo haya llevado el camino, el volante, las palabras, se encuentre bien.

domingo, 23 de noviembre de 2025

Un sabor único

Estamos perdidos. Perdidos en medio de esta puta selva plagada de bichos que no dejan de picar, de humedad hasta el culo, la sensación de que todo nos vigila y en cualquier momento algo de todo eso puede decidirse a matarnos sin que ninguno de los tres nos demos cuenta y los días pasados hayan sido en vano. Yo los mataría a los otros dos si con eso me libero de seguir perdido entre los árboles, la niebla que oculta el sol todo el tiempo y el aullido constante de los animales siempre escondidos. Estoy seguro que ellos dos harían lo mismo si con eso pudieran volver a la base, a sus casas, al calor seco, a un lugar sin humedad ni mosquitos. Pero tenemos órdenes, por lo que seguimos buscando algo que no sabemos si realmente está en algún punto en medio de tantos árboles. La orden es buscar, la orden es encontrar, la orden es que lo que sea que encontremos no salga con vida de la selva.
    La señal de uno de los otros dos nos detiene en seco, me devuelve a este instante. Lo miro, leo su mano, su gesto, y me doy cuenta de que también lo escucho. Algo o alguien se esfuerza por hacerse escuchar allí cerca; hay ruidos de una fogata, de enseres de metal golpeándose entre sí, y una suave melodía silbada. Claramente ahora quiere ser encontrado. Con gestos acordamos rodear el lugar, un pequeño claro, poco más de un metro libre de árboles, miraremos desde tres puntos diferentes antes de saber si es posible atacar o si será suficiente con matarlo desde la espesura, sin que sepa quién de los tres fue, o los tres al unísono, como sin dudas lo merece.
    Una única persona es la que arma todo el escándalo, llegando a ocultar con sus ruidos los sonidos de la selva. Es un hombre, viejo, tan arrugado como la corteza de uno de los árboles que lo rodean, con una pequeña olla al fuego, cortando algunos vegetales sobre una tabla improvisada. Unas pocas plumas a sus pies nos dicen lo que probablemente haya al fuego. No tiene sentido que esté allí, pero allí está. No lo escuchamos hasta que no estuvimos casi sobre él, tendríamos que haberlo visto antes, encontrar sus huellas, algo. Rastrear es parte de nuestro entrenamiento, tendríamos que haberlo notado.
    De un morral del color de la tierra saca tres cazuelas que llena hasta rebosar con lo que hay en la olla, el cucharón de madera queda nadando en el resto. Apoya las cazuelas sobre la tabla que usaba para picar y me mira, juro que me mira, aunque estaba a su espalda y no lo vi girar la cabeza.
    —Ya está listo —dice—. Vengan.
    Los tres entramos al pequeño claro, apenas hay espacio para todos a pesar de que dejamos nuestras armas entre los árboles. Mi boca se llena de saliva, no puedo evitarlo.
    Extiende una de las cazuelas hacia mí al tiempo que hace lo mismo con los otros dos. Los tres las tomamos, siento su tibieza a través del grueso guante. Aceptamos también la cuchara que se nos ofrece.
    —Coman, coman —dice—, antes de que se enfríe.
    Ya casi me termino la comida, la cuchara raspa las paredes de la cazuela.
    —Es delicioso —dice uno de los otros dos.
    —Tiene un sabor único —dice el otro de los dos.
    —¿Qué es? —pregunto, porque sí, es delicioso, y sí, tiene un sabor único, uno que nunca había probado y que al mismo tiempo se siente conocido, como un recuerdo tan viejo como difícil de ubicar.
    —Soy yo —dice el viejo dejando al descubierto parte de su cuerpo descarnado, la piel desgarrada, los huesos blanquecinos, la sangre reseca—. Yo y nada más que yo.
    Ríe con una risa que suena como el recuerdo de una voz que nunca estuvo allí.
    Uno de los otros dos le salta al cuello al otro con la boca abierta, buscando sorprenderlo. La cuchara del otro se le clava en la garganta al uno. La sangre de ambos fluye. Quiebro la cazuela contra el tronco de uno de los árboles y me preparo para atacar, para volver a comer, para evitar ser comido.

domingo, 16 de noviembre de 2025

No soporto lo patético

—… y qué culpa tenía yo, si nunca había ido de vacaciones a la playa. ¿Entendés? ¿Qué culpa tenía yo si mi familia nunca había podido llevarme a ningún lado cuando era chico? ¿Qué culpa tenía yo si para mí los veranos eran quedarme en mi casa viendo alguna película o mirando por la ventana aburriéndome porque todos mis conocidos estaban de vacaciones, pero yo no me había ido a ningún lado?
    Intenté interrumpirlo, pero el caudal de palabras que comenzara hacía varios minutos continuaba amenazando con anegar por completo la oficina.
    —Yo me quedaba siempre en mi casa. Entonces ¿qué culpa tengo yo si nunca antes fui a la playa? Ah, pero como su familia, sus amigas, y todos sus otros conocidos sí habían ido alguna vez, para ella todos conocemos la plaza y sabemos lo que hay que hacer y lo que no. Y mirá que se lo había dicho antes de salir, pero fue como si pasara el tren.
    —Claro —dije sabiendo que eso también era como si pasara el tren.
    —¿Entendés? Le avisé antes, le avisé que nunca había ido a la playa. No es que no sé nadar, eso lo aprendí en la pileta del club. No es que no me guste la arena, aunque me incomode. No es que no me guste el sol en la nuca toda la tarde, es que antes nunca había ido a la playa. ¿Cómo podés enojarte por eso? Además, se suponía que era algo nuevo que íbamos a hacer juntos, es lo que ella había dicho, algo nuevo para hacer juntos… Y después va y se enoja porque no sé hacer las cosas que hay que hacer en la playa. No tiene sentido.
    —No, claro, no lo tiene —dije sin apartar la mirada de la pantalla de la computadora esperando a que se diera cuenta que no solo yo, sino que nadie en la oficina escuchaba lo que decía.
    —Iba a ser todo nuestro, y nuevo…
    Algo en el tono de su voz hizo que volviera a mirarlo, apenas era capaz de contener las lágrimas. No hay nada más patético que ver a un hombre adulto llorar, bueno, imagino que tal vez sea más patético ser el hombre adulto que llora, es algo que no puedo soportar. Ni siquiera había querido escuchar nada de todo esto, mucho menos quería ver cómo terminaría. Porque ya sabía cómo terminaría me levanté en silencio y me encaminé hacia el baño.
    —Yo no tenía la culpa.
    Llegué a escuchar un sollozo mal contenido antes de cerrar la puerta.