domingo, 12 de octubre de 2025

Temor


El sonido delató su presencia. El áspero roce de la escoba de paja sobre el concreto sin pulir de la vereda era inconfundible. No necesité mirar la hora para confirmar lo que ya sabía, que en efecto era esa hora, la misma en la que, como cada día, la anciana de la vereda del frente estaría barriendo la entrada de su casa.
    Como cada día suena a sentencia, a absoluto, a algo imposible de pensar o de creer, pero así era. Nunca faltaba, el clima, el festivo, la lluvia, el frío o el calor, el día del señor, nada parecía importarle. Y siempre a la misma hora, la anciana barría su entrada con una escoba cada vez más gastada hasta que decidía cambiarla por una nueva. Parecía un mantra o alguna cuestión religiosa similar; por no decir que un castigo.
    Por lo general, si era día de semana estaría preparándome el café, negro como el abismo, al que se reduce mi desayuno antes de ir al trabajo. Si era fin de semana ese mismo desayuno tal vez no sería en solitario sino compartido con alguna conquista ocasional, cuando no luchando contra una de las cada vez menos frecuentes resacas. La anciana tenía sus costumbres, yo las mías. Estoy seguro de que no era el único que conocía esas costumbres, lo que no sé es si alguien más se preocupaba por ella, en el sentido de llegar a preguntarse qué necesidad tenía de barrer la entrada de su casa bajo la lluvia o durante alguna de las tormentas de otoño o primavera; y agradezcamos al cambio climático que hace varias décadas que dejó de nevar en nuestras latitudes, porque de lo contrario verla luchar contra los infinitos copos sería un gran espectáculo.
    Podría ser el contraste, el choque de formas de ser, lo que me llama la atención. La anciana se encaprichaba con esa única actividad, al menos la única que le conozco. Yo nunca haría algo como eso. Ella colabora a su manera con la higiene urbana, yo pago mis impuestos para que alguien más se ocupe. Y si barrer todos los días está bien para ella, lo mío está bien para mí. Ella no lastima a nadie, y supongo que yo tampoco.
    Sin embargo, debo reconocer que siento temor. Sí, temor. Temo el día en que ya no escuche ese áspero roce de la escoba de paja sobre el concreto sin pulir de la vereda y que no me dé cuenta de la hora, haya o no preparado mi café, esté solo, acompañado o con resaca. Temo ese instante en que me dé cuenta de que todo lo que consideraba inalterable, una parte fundamental de mi rutina, de mi mundo, del universo eterno, ya no esté y no pueda seguir utilizándolo para medir mi experiencia en la vida.
    No me siento preparado para aprender a vivir sin ella, sin la anciana, sin su escoba, sin su barrer el concreto sin pulir. No me siento preparado para el día en que mire por la ventana y no la vea, y dudo en verdad llegar a estarlo alguna vez.

domingo, 5 de octubre de 2025

La voz del río

—Con el tiempo —me dijo al llegar—, uno se acostumbra y casi que ni cuenta se da.
    Lo creí imposible, no podía ser real eso de acostumbrarse y ya no darse cuenta de esa presencia que ocupa cada instante, cada rincón. No le dije que me permití dudarlo porque mis oídos de recién llegado me decían que acostumbrarme a algo semejante no sería posible.
    Por supuesto, él tenía razón y otra vez yo estaba equivocado. A los pocos días de instalarme en la pequeña cabaña, rodeada por tantas plantas, con el pasto crecido y amarillento, con el cielo persistentemente despejado, el río desapareció. El ruido del agua, su oleaje, su insistente fluir, se volvió parte del silencio que me rodeaba, tenía que esforzarme para escucharlo, para separarme del resto de los sonidos y asegurarme que seguía allí.
    Verlo a través de la ventana de la cocina, desde arriba de los pilotes sobre los que se levantaba la cabaña, no era suficiente. Tenía que bajar, acercarme al amarradero, donde la arena forma una diminuta playa casi inexistente, y tocar el agua, sentirla, saber que es real, que continúa fluyendo, que no es algo estático y muerto bajo los reflejos del sol. Solo en esos instantes, acuclillado en la orilla, mirando y tocando, sabía que era real, que ambos lo somos.
    No permanezco mucho tiempo en ese lugar, nunca se sabe quién puede estar mirando entre las plantas, en las islas cercanas, en las que de seguro habrá otras cabañas como la que ocupo, o en el río mismo. Y la idea de estar allí es que nadie lo sepa, que pase el tiempo, que se olviden de mí, todos. Bueno, no todos, el dueño tiene que acordarse de las provisiones semanales y seguir apareciendo cada miércoles a la misma hora, antes del alba, trayéndome lo que él cree que yo necesito para sobrevivir y lo que yo tuve que acostumbrarme a comer.
    —Hay buen pique por acá, a la tarde más que nada —me dijo una de esas veces—. En el galponcito hay varias cañas, úselas sin miedo, amigo.
    Pero la idea de comer algo salido del río no me parece correcta, suena a sacrilegio, aunque las latas de atún que me trae sean lo primero que ataco en mi voracidad.
    Con el tiempo, me había dicho al ver mi cara de sorpresa el primer día, uno se acostumbra, y aunque me permití dudarlo, tenía razón. Ya no escucho al río, no se si el río me escucha a mí. Espero que no, porque no quisiera compartir con él lo que me trajo hasta aquí, aunque pudiera llevárselo hasta el mar y luego el mar seguir hasta el océano y en el océano perderse para siempre. Pero entonces este río ya no sería el mismo río, y yo no sería el mismo yo.
    Acostumbrarse al ruido del río permite, también, descubrir los cambios, por mínimos que fueran, en el agua, en el viento, en los sonidos que pueden o no pueden estar allí pero igualmente lo están. Por eso, cuando por fin escucho esos ruidos, que sin saberlo llevo esperando desde el primer día, sé que no hay escondite posible, que han llegado por mí. El inusual chapoteo del agua me lo confirmó.
    Lo mejor sería fingir que duermo, para que lo que va a suceder resulte más fácil para todos.

Una imagen de algún lugar del Río de la Plata

domingo, 21 de septiembre de 2025

El ruido del motor se pierde entre la niebla

El ruido del motor se pierde entre la niebla, o más bien llega a través de ella, aunque no estoy seguro de si se aleja o se acerca. En medio de tanta humedad los sonidos resultan extraños, confusos, como si no estuvieran seguros de cómo comportarse. Es un motor, al menos tengo esa certeza, tal vez sea el de un avión, o de alguna otra cosa igualmente grande. Está cerca, pero no se ve nada. Tal vez esté volando muy bajo, aunque con estas condiciones debería hacer lo contrario. Al menos es lo que yo haría, pero no soy el experto, solo soy el que escucha el ruido de ese motor como si estuviera persiguiéndolo.
    La humedad, esas gotitas de agua en suspensión que no saben qué hacer, se adhieren a mi piel, a mi ropa, a todo mi ser. Siento húmedos lugares de mi cuerpo ocultos y bien protegidos. Por ahora no tengo frío, este llegará después, cuando el sudor se seque y tal vez no salga por completo el sol para levantar toda esta niebla. El motor continúa ahí, diría que a la misma distancia, yéndose o llegando, no se mueve y yo avanzo muy poco porque el resto de los sonidos quedan ocultos, y eso es lo más peligroso.
    Nada de cuanto me rodea puedo tocar, estoy seguro de que alguien me lo dijo. Esa indicación se repite en mi cabeza como una mezcla entre advertencia y amenaza. Esas cosas con el aspecto de árboles pueden no serlo, la misma niebla puede no ser solo niebla, y, si es así, el motor que no dejo de escuchar también podría ser otra cosa. Ignoro qué podrían ser, pero sin dudas serán algo diferente a lo que simulan ser.
    Quizá es posible que también yo tampoco sea lo que muestro ser. Pero ni siquiera eso sé lo que pueda significar. ¿Qué soy? Pensar en quién pueda ser es otra cuestión, primero tendría que definir qué soy, y hacerlo sin dejar de avanzar paso a paso entre la niebla, intentando percatarme de cualquier otro sonido que no sea el de ese motor, percatarme de cualquier otro movimiento que no sean los míos. Los reflejos se confunden, parpadeo más de la cuenta para liberar mis ojos de la humedad, pero las gotitas de niebla me ciegan.
    El ruido del motor parece más cercano ahora, más insistente, como si el avión pasara directamente sobre mi cabeza o algo parecido. A mi alrededor todo se estremece, no como si vibrara, como si se rasgara. Un dolor lacerante me atraviesa, como si algo intentara salir del interior de mis entrañas, algo que al salir me destruirá, me matará en medio de esta niebla, de esta humedad, sin escuchar otra cosa que ese motor yéndose o llegando, de algo a punto de aplastarme.
    El dolor hace que me tire al suelo húmedo. Entre el barro maloliente veo mis pies descalzos sabiendo que no puede ser así, que tendrían que estar cubiertos por las botas de mi uniforme.
    Hace frío ahora, por fin siento frío.
    El motor ruge en mis oídos. Quiero tapármelos con las manos porque algo caliente fluye a través de ellos. Mi cuerpo no reacciona, mis manos no se mueven, mis ojos no se abren, pero tampoco se cierran.

domingo, 14 de septiembre de 2025

Todo lo que pienso

—Hola —digo cuanto te veo, porque es lo más fácil y porque es lo primero que se me ocurre.
    —Hola —respondés vos y te quedás ahí, mirándome, esperando algo más, segura de lo que tiene que ocurrir a continuación. Sí, veo en tu seguridad, en tus ojos, en tus gestos, en tu pose, que vos sí sabés lo que tengo que hacer ahora. Yo no, yo dudo, yo solo sé dudar.
    Dudo de lo que debería decir porque nada me parece estar a la altura del momento, nada tiene sentido, todo me suena a hueco, vacío, a cosa ya dicha que poco agregaría. Te miro, es todo lo que puedo hacer y sé que es extraño, mi aspecto es extraño, mi expresión lo es, mis ojos un tanto saltones, mi nariz un poco desviada desde que me caí de la bicicleta cuanto estaba en la escuela, caída que me dejó esta cicatriz en la barbilla, mi barba poco y mal crecida, mis ojeras. Todo en mí resulta extraño, contrahecho, olvidable. Me lo dicen siempre, lo tengo asumido.
    El tiempo corre y sigo sin decir nada.
    Es como si estuviera en un juego de espejos opuestos y lo que veo me resulta maravilloso. Tus ojos luminosos, tus pestañas rizadas, tus pómulos altos, tu boca invitándome a besarla, tu sonrisa que apenas se asoma como si esperara una invitación a mostrarse completa, tu piel que imagino suave no solo en tus mejillas, tu pelo cae en una línea perfecta escondiendo tus orejas y se ve fuerte, como si estuviera vivo y alegre como el resto de vos.
    El tiempo corre y sigo sin decir nada.
    Me gustaría, pienso, no lo digo. Me gustaría que pudiéramos saltarnos todas las preliminares, todos esos pasos en los que vamos conociéndonos, los juegos con los que vamos sabiendo más el uno del otro, en los que aceptamos que la perfección es solo idealización y que está bien que así sea. Evitar esos momentos de tensión, real o no, en los que lo que uno quiere choca con lo que el otro espera o está dispuesto a dar o le es posible hacer. Saltarnos todos esos pasos y llegar a ese punto inevitable en el que ya nos conocemos tanto, ya lo vivimos casi todo, y entonces comenzamos a odiarnos, a despreciarnos, a creer que lo mejor hubiera sido nunca conocernos, que nunca tendrías que haber respondido mi saludo o aceptado la invitación a cenar de aquella vez, lo que sea. Ese momento, que siempre existe, en el que lo único que queremos es también lo único que no tendremos, y eso es poder olvidarnos el uno del otro. Pero no, es imposible, no se olvida nada después de tanto, no después de todo.
    El tiempo corre y sigo sin decir nada.
    Me decido. Ya tengo algo más para decir. Ya no estás aquí, a dos pasos de mí, estás un poco más lejos. Te veo en el reflejo de los espejos haciendo tus ejercicios mientras yo sigo acá, inclinado sobre las mancuernas como pensando cuál debería levantar cuando en lo único en lo que pienso en lo que bien que te verías por las mañanas, sin maquillaje, con cara de dormida, un poco despeinada, sonriendo. Eso es algo que nunca sabré.
    El tiempo corre, mejor no decir nada.
    Las de diez kilos están ocupadas, tendré que intentarlo con las de doce y medio.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Tren nocturno

El vagón se sacude por completo. El ruido de las ruedas chirriando sobre los rieles me obliga a cubrir mis oídos. El tren avanza unos pocos cientos de metros y vuelve a detenerse con brusquedad, casi golpeo mi cabeza con el asiento delantero por estar cubriéndome los oídos.
    Los pasajeros que seguimos en el vagón nos miramos. Llevamos ya varios minutos esperando a que el tren vuelva a circular con normalidad. Nadie dice nada aguardando a que por el intercomunicador se explique cuál es el problema, pero el aparato solo lanza leves chisporroteos de estática y ninguna palabra. Miro hacia la noche exterior y solo veo mi reflejo en el vidrio, mi cara avejentada que apenas reconozco como mía y mis ojos vacíos que ya nada quieren ver, mucho menos esta cara mía. Viendo mi reflejo entiendo, porque no hay forma de que no sea así, por qué ella se fue. Yo tampoco querría estar junto a algo que mira el mundo de la manera en que lo hago. Y aquí estoy, viéndome como lo que soy, viendo esa cosa que se refleja en el vidrio.
    El vagón vuelve a sacudirse, un poco más fuerte esta vez. El hierro suena como si estuvieran retorciéndolo, no sé, no suena como hierro, suena como otra cosa, y ni siquiera intento cubrirme los oídos aunque duelen más que antes, mucho más. La sacudida termina tan rápido como comienza.
    Me inclino hacia el pasillo entre los asientos, sin levantarme. Miro hacia el frente. No llego a ver nada más allá de la puerta de separación entre los vagones, está cerrada y su vidrio está tan oscuro como el de la ventana a mi izquierda. Me enderezo. Pienso en levantarme y caminar hacia el frente, llegar hasta la cabina y preguntarle al conductor qué sucede, por qué no avanzamos, por qué seguimos atascados en el mismo lugar, pensando las mismas cosas una y otra vez sin saber cómo seguir adelante, y por qué no se realiza algún tipo de cambio de vías. Pero temo que mientras camino entre las butacas, el tren reinicie su marcha y yo acabe en el suelo, golpeado o sucio. Por eso, lo mejor es esperar.
    Pienso en eso, en esperar, y el vagón se sacude. Avanza lo que deben ser unos veinte o doscientos metros, mil kilómetros o a penas un suspiro, antes de volver a detenerse con brusquedad.
    Si no voy hasta el conductor podría buscar al guarda para preguntarle qué pasa con la formación. De seguro estará en el último vagón. Ir en esa dirección implicaría los mismos riesgos que si lo hiciera hacia el frente, podría caer, golpearme, ensuciar mi ropa, podría ser atracado por alguien más, ya que en esos vagones las luces no siempre funcionan y la oscuridad lleva a ciertas personas a creer que pueden hacer ese tipo de cosas sin el riesgo de un castigo y, como no tengo intenciones de pasar por circunstancias como esas esta noche, descarto también esa idea.
    Permanezco en mi butaca evitando mirar a la ventana o cualquier otra cosa más allá del respaldo frente a mí. Esperaré lo que tenga que esperar a que el tren vuelva a avanzar. Ya no puede tardar mucho más o el siguiente tren podría embestirlo por detrás.
    Pero dudo que ese otro tren siquiera exista.