domingo, 3 de junio de 2018

Falsas expectativas


Corría el año 1994. Envuelto en la nueva moda de los dinosaurios iniciada por el clásico de 1993 (que aún no lo era, pero casi), de Crichton Parque Jurásico, el cual leía con fruición como muchos otros lo hacen libros (podría mencionar varios, pero el interés no es generar conflicto sobre cuál libro vale la pena rescatar y cuál no, o qué debemos entender por ficción y qué no), en la escuela. Después de haber visto en pantalla gigante a las enormes criaturas de la película, intentaba recrear las mismas situaciones leyendo una y otra vez el libro.
            Tal es así que cualquiera que me encontrara en algún recreo, en una hora libre, o en cualquier momento en el que no tenía alguna otra cosa para hacer, me vería con el libro en mis manos. Rememorando esas épocas, supongo que habrá sido en ese momento en el que la afición por la lectura superó cualquier otra opción, llámese a la misma deporte, televisión, sociabilidad, o como les guste. Afición de la cual en ningún momento he renegado (aún).
            Era el año, también, de la moda según la cual, para los cumpleaños de los compañeros del curso, el resto se ponía de acuerdo entre todos, sin que el festejado “lo supiera”, para juntar algo de dinero y regalar de ese modo algo que fuera más allá de lo que pudiera comprar cada uno de manera individual. Realizar, supuestamente, un regalo que superador. Claro que nunca lo era; pero eso es otra cuestión.
            Se acercaba mi cumpleaños y sabía, claramente, lo que se organizaba. Eran tan evidentes que cada vez que me acercaba a algún grupo de compañeros se quedaban en silencio hasta que volvía a alejarme de ellos. Cosa que, por otro lado, no me molestaba en lo más mínimo.
            En uno de los recreos, varios días antes de la fecha en que se celebraría un nuevo aniversario de mi natalicio, una de las chicas del curso se acercó a mí. Enviada tal vez como sacrificio para aplacar la furia de los dioses antiguos, tal vez porque creían que una sonrisa podría congraciarse conmigo, tal vez porque en verdad no sabían cómo resolver el asunto. En ese momento no me resultó para nada extraño el desconocimiento de los unos sobre los otros a pesar de los años que llevábamos en la misma escuela, en el mismo salón, compartiendo los mismos momentos; por lo que me preguntó directamente qué esperaba que se me regalara.
            —¿Ves esto? —le dije mostrándole el libro que tenía en mis manos. La portada roja, las letras blancas sobre fondo negro, el dinosaurio mal diseñado a partir de sombras.
            —Es un libro —respondió.
            —Exacto —dije sin agregar nada más.
            —Pero… —comenzó una frase que quedaría inconclusa aunque cargada de sentido. Esa sola expresión me decía que ya habían comprado mi regalo; pero sólo lo comprendí más tarde.
            El diálogo, claramente, no continuó.
            Días después, obligado por las convenciones sociales, ya que a cierta edad no existe forma de escaparle a semejante imperativo categórico de organizar una fiesta de cumpleaños en la casa de mi familia pero para los compañeros del colegio, esperaba la llegada de mi regalo. La lista de títulos de posibles libros, todas novedades del último año, claramente, ya que la pasión por libros mejores (y en este caso mejor no es sinónimo de novedad, ni de antigüedad, se entiende), llegaría muchos años después.
            Ante la mirada atenta de los compañeros que, intuía, eran los que habían colaborado con el dinero para los regalos, vi llegar dos paquetes descuidadamente envueltos en los que mal podría disimularse un libro en su interior. ¿Por qué son dos? Pensé abriendo el primero de ellos que resultó ser un buzo de friza (un abrigo), gris, con la imagen de un alienígena sonriendo en el frente. De seguro esa imagen, el alien, era lo que interpretaban, o la forma en que se me veía hacia el interior del grupo, de donde no han salido grandes deportistas, políticos, músicos de renombre, ni nada similar.
            El otro paquete, más voluminoso, pero también más liviano, que el anterior, contenía un bolso de viaje diseñado por quien sin dudas se creía cercano a los ideales de Benetton, ya que casa fragmento de tela era de un color diferente al anterior, predominando el amarillo (vaya uno a saber por qué), el verde y el azul, pero también con trozos rojos, negros y variantes de los anteriores.
            ¿Dónde estaba, entonces, el libro que esperaba? No estaba en ningún sitio, nunca había habido libro alguno. Tan sólo soñé con algo que nunca sería real dadas las condiciones en las que me encontraba.
            El buzo quedó inutilizado luego de su primer lavado, ya que la tela se contrajo y dejé de ser capaz de entrar en él. La vida útil del bolso fue un poco más extensa ya que, después de todo, cumplía su función y, de tan ridículo, imposible perderlo de vista.
            Lo vivido me sirvió, por otro lado, que aprender y aprehender algo que hubiera tardado muchos años más en descubrir por mi propia cuenta. ¿Qué es lo que aprendí? Y aquí comienzo a utilizar el tono de moraleja, que suena mejor en este tipo de relatos de pseudosuperación personal: Aprendí a no esperar nunca nada de nadie. Un aprendizaje duro, oscuro, doloroso, aunque necesario. Ya que, cuando se deja de esperar que algo determinado suceda y efectivamente sucede, es más fácil sorprenderse, la alegría es más genuina.

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Ahora, para cortar tanta amargura:
En el número 6 de la revista digital Callejón de las Once Esquinas [AQUÍ], del mes de junio de 2018, pueden encontrar el relato Nata, que los seguidores habituales de Proyecto Azúcar ya conocer.
También, en el número 5 de la misma Revista [AQUÍ], se publicó, en el mes de Marzo, el relato, Enemigos del Hombre.
Los interesados puedes continuar la lectura por allí.
Nos leemos
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8 comentarios:

José A. García dijo...

En fin, uno aprende como mejor puede.

Nos leemos,

J.

Recomenzar dijo...

Es de nosotros mismos de quien hemos de esperarlo todo, tú quién debes ser capaz de resolver tus problemas sin “someter” a otros a dicha obligación, tú quien debes afrontar tus miedos y no proyectarlos en los demás….
No espero lentamente lo fui aprendiendo.
Y así me siento mejor...
aunque te voy a contar un secreto entre tú y yo....... Espero que algun dia cuando llegues a mi blog sonrías y me digas
Sabes Mucha
hoy estoy feliz....
buentexto te felicito

besitos

Guillermo Castillo dijo...

José, en este casi azucarado texto queda evidente que todo nos llega en su momento oportuno. Que cada quien recibe lo que los demás creen que merecen. Otra cosa es saber esperar para que nuestros deseos se cumplan. Ha sido muy duro con usted mismo. Digo yo.

Saludo.

Gracias por sus comentarios en mi bloc.

TORO SALVAJE dijo...

Yo también aprendí de pequeño a no esperar nada de nadie.
Y eso me ha ido bien en la vida.

Saludos.

lunaroja dijo...

Uf, es para mi una batalla diaria el no esperar.
Muchas veces las expectativas me superan, y entonces es cuando llega la frustración.
Me encantó tu texto,interesante punto de reflexión!
te dejo un abrazo!

Frodo dijo...

Una enseñanza tanguera, de la guardia vieja.

Cómo marcó Jurassic Park a nuestra generación (para lo bueno y para lo malo también), y cómo los regalos hablan de cómo los regaladores ven al homenajeado. Jamás se fijaron en qué hacías con tu tiempo libre, cuáles eran tus gustos, de qué se trataban los libros... simplemente observaron tu condición de alienado.

Tremendo laburo el que hacen en El Callejón

Abrazo!

Mi nombre es Mucha dijo...

Sigo sin esperar
desde la madrugda de mis dias

thor dijo...

Tengo una extraña teoría, Jurasic Park le debe un poco su empuje a los Power Ranger (la primera generación) ya que esa serie tenía esa mezcla que parece cautivar a chicos como a los creadores de juguetes, los robots gigantes que son dinosaurios que se unen para pelear contra monstruos.
Fue una excelente película, al menos la primera ya que la segunda no la vi, la tercera me durmió y las siguientes entregas no las he visto; aunque hay unos cuantos que dicen que los dinosaurios no son como los pintan en esas películas