Acostumbrados a los ruidos atronadores y la
música sin sentido que buscaban imponer a toda costa, nos sorprendió el
silencio en las telecomunicaciones mundiales. Una sorpresa grata en un primer
momento, una que sumió a muchos en la depresión de no saber qué hacer con sus
vidas ahora que nadie les decía de qué forma consumir ni qué cosas que no
necesitaban para la vida debían correr a comprar. Hubo también quienes se
dejaron llevar por la euforia provocada por el silencio.
Uno,
dos, tres; los días se transformaron en semanas y la gente recuperó las horas
de la mañana, de la primera y la segunda tarde y, por supuesto, las de la tenue
noche. Teníamos más tiempo para dedicarnos a nosotros mismos, a cultivarnos,
como quien dice. El público en los teatros, que podía renovar sus obras en
contraposición a los cines que contaban con un repertorio limitado, se
multiplicó. Las bibliotecas, populares y no tanto, fueron invadidas por la
gente que redescubría que los ojos servían para mirar algo más que una mera pantalla.
Los conciertos al aire libre se sucedían todas las noches, y la gente hasta parecía
feliz y en paz consigo misma al participar de ellos.
Era
una maravilla tal que nos hacía pensar que no iba a durar demasiado, que pronto
todo se acabaría de forma tan inesperada como había comenzado. Una explosión,
un haz de luz, una vibración imperceptible para los humanos, algo, nos diría
que cuanto construíamos para nuestra liberación, era poco y estaba destinado al
fracaso. Porque todos nosotros éramos falibles, tal y como nuestros sueños. Una
escultura de hielo abandonada bajo el inclemente sol del desierto ignora su
destino, nosotros éramos incapaces de algo semejante.
Lo
sabíamos, por lo que comenzamos a prepararnos para el retorno de la publicidad
y las bombas comerciales; comenzamos a educar a nuestros corazones frente a las
posibles falacias de un mundo más feliz según más consumiéramos.
La
lucha sería terriblemente feroz y encarnizada. Nuestros corazones lo intuían de
ese modo, y esperábamos estar preparados para cualquier impacto; cualquier
cambio en la lógica de consumo, en la forma de ver al mundo, en las maneras de
relacionarse los unos con los otros, sería detectada al instante.
Habría
que adaptarse o perecer; pero mis asuntos estaban cubiertos. Conocía de antemano
cómo sería mi respuesta ante esos estímulos.
De
los otros, de los demás, nada podía decir.
6 comentarios:
Si algo me enseño la vida es a no poner las manos en el fuego por nadie; ni siquiera por mí mismo.
Saludos
J.
Me gustan los medios de comunicación, a pesar del relato que escribí que leiste, pienso que tiene buenas cosas.
Bradbury planteó algo parecido a tu relato, en uno de sus cuentos.
Necesitaríamos de ese silencio, un tiempo al menos... UN abrazo.
José, es que el fin del mundo tiene que empezar por alguna parte.
Demiurgo, no será coincidencia, por tu blog dejé a Bradbury también.
Abrazos.
me gusta la idea de que el preparativo para algo que vendrá, sea evidencia de que en parte eso ya llegó.
lindo relato!
salute!
Echo de menos llenar la nada con un poco de ese silencio.
Un abrazo :)
Sgt. Pepper.
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