sábado, 22 de febrero de 2020

Familia - La vida en la ciudad (1990 – Segunda Parte)


Los 90s continuaban.
Esa década que para algunos fue alegría, diversión y prosperidad, para otros fue por completo diferente; si bien no hubo tristeza, lo que teníamos no era tampoco esa alegría plenamente frívola a la que nos invitaba la televisión y la publicidad. Puede ser que haya habido algo similar a la diversión, pero nunca en grandes cantidades, siempre limitada en cuanto a los medios y las formas, porque, como el mundo entero lo sabe, para divertirse en grande es necesario gran cantidad de dinero, para demostrarlo, para enrostrarle a los demás lo que estamos haciendo, de otro modo carece de valor. Ahora, ¿prosperidad? Si, claro, para una mínima parte de la sociedad. La ficción de vivir en un mítico primer mundo continuaba en pie, y se asentaría con mayor peso luego de 1996.
            Por esos años, mientras por mi parte continuaba en la escuela, mis hermanas hacían sus intentos, no siempre fáciles, en el mercado laboral de un mundo en el que tú mismo tienes que convertirte en un producto digno de ser consumido si es que se pretende conseguir un puesto de trabajo. Las claves de un mundo que había demostrado ser útil y funcional en su momento, el principio del siglo XX, llegaba a su final y no solo porque 1999 estuviera cada vez más cerca, sino porque el entramado social se tejía y destejía constantemente, generando cambios allí donde nadie se los esperaba y, al mismo tiempo, fortaleciéndose allí donde cualquiera hubiera esperado su destrucción.
            Muchos de los cambios los contemplé en un segundo plano permanente producto de ser el más pequeño de la familia y, por lo tanto, no sólo no era necesario, al parecer, explicarme nada, sino que tampoco hacía falta. Era sólo un niño, pero no un niño cualquiera, sino quien había provocado que todo se derrumbara, que la familia cambiara y que ya nada fuera igual a lo que había sido antes de ese momento.
Tenemos aún hoy la posibilidad de utilizar edificios construidos a principios del siglo XX que apenas sí muestran algunas huellas de desgaste; mientras que edificios construidos en los primeros años de 1990 se han derrumbado, total o parcialmente, porque sus bases no resultaban lo suficientemente sólidas como para sostenerlos. Y si en lugar de edificios mencionamos cualquier otro tipo de construcción, o institución, o grupo social, la imagen resulta igualmente útil. El mundo se venía abajo porque nada de lo nuevo estaba pensado para que durara más que lo que dura la novedad, ni siquiera la utilidad, sólo su moda. Cuando las luces se la presentación se apagaban, no tenía sentido que nada continuara funcionando como si tal cosa fuera lo normal.
            En ese contexto, si tenías algo, por mínimo o escueto que fuera, lo mejor era mantenerlo, aferrarse a él el tiempo que fuera necesario; hasta encontrar alguna cosa mejor en todos los aspectos y estar seguros que es nuestro y de nadie más o bien hasta perderlo todo y, por ende, quedarse sin nada, sin nadie, sin qué hacer o cómo vivir.
Lo que primaba en esos años era el desasosiego pero, otra vez, sólo para algunos; esos algunos que son, después de todo, cuando miramos hacia atrás, la mayoría. Es decir, lo normal en esas situaciones paupérrimas. De esa manera veía cómo los mismos muebles, las mismas cosas, perduraban en la casa de la familia acumulando sobre sí no sólo años y problemas, sino también un fino velo de ansiedad para que nada, ni el menor detalle, cambiara, para que nada fuera sustituido.
Aclaro que no me refiero a que hubiera preferido cambiar de casa, de muebles, de barrio, o cualquier otra situación, sino que, mientras veía cómo todo a mi alrededor, todo lo exterior cambiaba (por ejemplo las casas de los compañeros del colegio a las que era invitado a conocer, nunca se mantenían demasiado tiempo del mismo modo, o se mudaban a algo más grande, mejor ubicado, más caro, cuando no las remodelaban por completo, o alguna cosa similar), hacia adentro, hacia la familia, todo se mantenía.
            Por ello, para evitar cambios pronunciados, o bruscos en el ecosistema de la casa, cada vez que algo se rompía, grande o pequeño, se intentaba repararlo o se buscaba conseguir uno idéntico al que ya no funcionaba; cosa que no siempre sucedía porque no siempre era posible. Y eso se debía a que lo que se rompía era tan viejo que llevaba años que había dejado de producirse o porque carecía por completo de valor real y, para lo simbólico, sólo adquiere valor en relación con uno mismo.
            Eso sin pensar en la tecnología que continuaba cambiando y sorprendiendo con sus avances, algunos de los cuales por completos inútiles y/o innecesarios, pero que de todos modos allí estaban. Cosas que nos son habituales hoy, en esa segunda mitad de la década eran una completa novedad. Desde la televisión por cable las 24 horas del día y la música en formato digital (¡Y no en cintas magnéticas!) hasta los primeros abuelos de los actuales teléfonos móviles. Demasiadas novedades que inundaban cada rincón de la vida, como si buscaran obligarnos a no pensar, o hacerlo únicamente para estar pendientes de las últimas novedades, cada vez menos cercanos a nuestras necesidades y más al tanto de las apariencias.
            Los años pasan, como resulta imposible de negar, y uno, al hacerse mayor comienza a comprender cierto tipo de cosas de las que antes quizá no se percataba. Como que en las fiestas de fin de año siempre estábamos solos, o que en los aniversarios del nacimiento de mi madre una única y solitaria amiga apareciera para saludarla y regalarle, año tras año, un juego de té diferente.
            Siempre quise preguntarle, pero nunca me atreví a hacerlo, si es que se olvidaba de que ya había traído un regalo similar, o si le sobraban esas cosas en su casa y por eso las regalaba, o si carecía de ideas sobre qué otras cosas podría regalarle a una viuda madre de tres hijos. Años más tarde, tras el fallecimiento de mi madre, encontramos acumulados en el interior de un mueble, cinco juegos de tazas, platos y cucharitas de té diferentes. Cinco, en sus respectivos empaques, que nunca fueron abiertos, nunca fueron utilizados ni tan siquiera una única vez.
            ¿Dónde estaba el resto de la familia? ¿No quedaba nadie? Las relaciones con los demás, luego de la muerte de mi padre, habían quedado en la nada misma; entre el olvido, el desprecio y el si sé algo de ti no me acuerdo. Y en frases como: ¿Somos parientes? Si algo quedaba del pasado, de todos los esfuerzos que realizara mi padre para ayudar a la gente del pueblo y al resto de sus familiares (los que no eran directos, como los hijos de los hermanos de mi abuelo, y toda esa gente), ni siquiera quedaban las ganas de agradecer. El tiempo había pasado, lo que hubiera sido de nosotros era una cuestión puramente nuestra, el agradecimiento se lo llevó, bien lejos, el viento.
            Esto no quier decir que hubiera sido mejor nuestro pasar si alguno de todos los beneficiados por el trabajo de mi padre se hubiera acordado de nuestra existencia; solo digo que habría sido una buena forma de recordarlo.
            Mientra tanto, con el trabajo de mis hermanas, en los rebusques laborales que realizaba mi madre trabajando para otra gente y en mis intentos por atravesar la escuela sin generar ningún tipo de inconveniente, sin crear problemas que alteraran el precario equilibrio de la convivencia pacífica y silenciosa en la casa, se pasaban los días. El silencio, por sobre todas las cosas, se había convertido en un bien preciado, necesario para meditar, para reflexionar y, también, para que los recuerdos fluyeran, de ser posible, con mayor facilidad.


Aclaración: Sin lugar a dudas, la moneda de 25 centavos fue una
 de las grandes protagonistas de estos años de la década de 1990.

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Inicio del Espacio Publicitario:

En el Número 48 de la revista digital El Narratorio, pueden leer el relato Manifestación. Alguna vez publicado en estas páginas.

Fin del Espacio Publicitario.

11 comentarios:

José A. García dijo...

Como esas sagas interminables de películas a las que nos están acostumbrando poco a poco los estudios de cine faltos de ideas, la historia continúa.
Aunque se acerca uno de sus finales posibles.

Saludos,

J.

Cayetano dijo...

Lo que son las cosas. La década de los 90 fue maravillosa para otros entre los que me cuento. Claro que, lo más importante entonces es que era mucho más joven que ahora y me dedicaba a la profesión que elegí.
Un saludo.

gla. dijo...

Yo recuerdo haber vivido en una casita feliz, dentro de una burbuja de jabón
Hasta que un día esa burbuja explotó
Tu relato familiar, hace que recuerde cosas como, trataba de mantener esa ilusión de que todo estaba medianamente bien...en todo sentido
Abrazos

Frodo dijo...

Ver esa moneda me transporta a mi niñez, ya casi pre adolescencia. Es que, agarrar una hoja y poner debajo una moneda, y raspar con un crayón, para que la moneda quedara grabada en la hoja. Eso, fueron para mí los noventas.
Eso y Los Simpson.

Gracias!

Amapola Azzul dijo...

Un gran ejercicio de catarsis, escribir todo esto, recopilar datos y recuerdos.

Un gran abrazo.

Recomenzar dijo...

Yo vivía ya en este maravilloso país que aún hoy vivo.Fui muy feliz todo andaba sobre nubes. Si no es por vos jamás voy al pasado. Me he entrenado estar en el hoy del presente Es más fácil ser feliz asi
Saludos

Unknown dijo...

José, de nuevo estoy por aquí. Interesante saga familiar.
Saludos.

Doctor Krapp dijo...

Todo lo que escribes es un ejercicio de liberación personal, como si dejaras ir por el desagüe un pasado vivido, un pasado contado o un pasado transmitido casi por vía genética por otros que pertenecen a tu estirpe.
Como tal, es subjetivo y personal pero tiene valor como expresión de cierta temporalidad colectiva fuera de los marcos preestablecidos por lo que se contaba de cada momento en la prensa, en los libros o en las vivencias publicas de otros.

Saludos

Recomenzar dijo...

Creo que mejor que escribir de un pasado por liberación tendríamos para ser felices,que escribir del hoy. No es una crítica hacia vos.Es Un comentario que alguien te hizo...
Me sacado esta oración

Eva S. Stone dijo...

Recuerdo como tú todos los cambios de los noventa.

Ojalá se siguiera valorando hoy el silencio; para mí es una de las cosas importantes que le faltan a la vida actual. Y no me refiero al silencio forzado ni al silencio incómodo, sino al silencio natural en el que uno se encuentra a uno mismo.

Un beso lector.

José A. García dijo...

Cayetano: Seguro, las experiencias individuales siempre difieren, aun cuando todos formemos parte de la misma sociedad.

Gla: El problema con esas burbujas es precisamente ese, en algún momento explotan, y es imposible rearmarlas.

Frodo: Frottage se llama esa técnica y, sí, me cansé de hacerlo en muchas hojas de cuadernos y carpetas durante esos años.

Amapola Azzul: Catarsis es una buena definición, es cierto. Gracias por la idea.

Julio David: Algunos ciclos nunca se terminan por completo, sino que necesitan ser resignificados, volver sin haberse ido nunca.

Recomenzar: Es una de las tantas opciones a las que podemos recurrir, aunque no siempre se encuentren disponibles para todos por igual.

Unknown: No puedo ver tu perfil, pero gracias por volver, y por comentar.

Dr. Krapp: Exacto, lo personal, aun cuando se encuentre relacionado e inserto en lo social, no deja de ser completamente individual. Por esa razón es tan difícil comprender a los demás y, al mismo tiempo, ser comprendido.

Recomenzar: El hoy es una construcción imposible sin el ayer. Por eso nunca dejamos de hablar del pasado. Aunque lo neguemos.

Eva S. Stone: El silencio, hoy, es un peligro. ¿Para uno mismo? No, claro que no. Para quien no está interesado en que seamos capaces de pensar. Suena a teoría conspirativa, pero cuanto menos pensemos en ello, mucho mejor.

Gracias a tod@s por sus comentarios.

Saludos cordiales,
J.