domingo, 17 de agosto de 2025

Interminable

Eran tres o cuatro baldes de arena húmeda dados vuelta, puestos para formar algo más o menos parecido a un rectángulo. Podría ser cualquier cosa, pero para mí eran un castillo, para mí eran lo más importante de toda esa playa. Aunque la gente pasara a su lado sin notarlo, sin darse cuenta que ese castillo disimulado en la arena era la puerta hacia un mundo diferente, un mundo de hadas y duendes, de gnomos y unicornios, un mundo de familias felices que no se gritan, solo se hablan; donde el sol no quema la piel, solo la dora; donde nadie muere, solo siguen vivos; donde mamá no se fue para siempre, solo por un rato. Un mundo en el que cualquier cosa es posible y los errores pueden evitarse o enmendarse. Un mundo que no existe, pero deseo.
    ―¿Otra vez con eso? ―dice papá desde la reposera. Tiene un diario doblado sobre las piernas, pero es un diario viejo y ya no lo lee. Me mira―. ¿No vas a ir al agua? Vinimos a la playa para eso, para el agua.
    Lo dice como acusándome, pero él tampoco se mete en el agua, se queda sentado en esa misma silla hundiéndose en la arena todas las tardes. Entonces tengo que dejar el balde de plástico y la palita a un costado, no muy lejos, sobre la lona, levantarme e ir al agua. Primero meto los pies hasta los tobillos en el agua que está bien fría, después avanzo un poco más, llevado por el agua y la arena, llego hasta que me cubra la rodilla. La panza en la parte más difícil, siempre, por eso voy despacio, dando pasos chiquitos para acostumbrarme al frío. Llegar a los hombros me toma un poco más de tiempo, pero cuando ya estoy ahí meto la cabeza completa y levanto los pies para que el agua me lleve y me traiga. Se me acaba el aire y no sé nadar, pero sé flotar, en la pileta, mientras el agua sigue llevándome y trayéndome, aunque no muy lejos, porque sigo en la misma playa. No hay otros nenes con los que jugar, no hay casi nadie en el agua ni en la arena, los que hay son todos grandes, por eso me aburro y me dejo llevar y traer.
    Un poco más tarde, cuando ya me mojé lo suficiente, salgo del agua. El viento también está frío y me ataca con la arena seca que levanta y se me pega en la piel. Mis pies parecen más grandes, pero solo están cubiertos de arena que se sale cuando el sol me seca.
    Vuelvo a la lona junto a la silla de papá. El castillo de arena está destrozado.
    ―Pasó gente caminando ―dice―, no deben haberse dado cuenta.
    Las únicas huellas que veo en la arena van desde la silla hasta el castillo y del castillo a la silla. No digo nada. Vuelvo a sentarme en el mismo lugar de antes.
    Lleno el balde con arena seca, fina, que se desliza entre mis dedos sin dificultad, como eso que todavía no entiendo pero los grandes llaman el paso del tiempo. Vacío el balde y vuelvo a llenarlo, lo vacío sobre lo que junté antes. El sol se está yendo, como la tarde, es la hora de la pirámide.
    ―¿Qué hacés ahora?
    No le respondo, ya lo sabe. Antes de que pueda terminar de armar mi pirámide, me dice que tenemos que irnos. Mete el diario doblado al medio en la canasta de mimbre que usaba mamá, levanta la lona y sacude la arena, cierra la silla. Volvemos caminando sin hablar por la rambla. Recuerdo que cada verano anterior deseé sin lograr que fuera interminable, porque cada verano se terminaba; y ahora, que deseo que este verano por fin se termine, se acabe, que se vaya, este verano sí se me vuelve interminable, silencioso y demasiado solitario.

domingo, 3 de agosto de 2025

Lo que acabará con nosotros

El caño de la pistola aprieta contra mi sien, hace rato que lo hace, ya no se siente el frío del metal, al contrario, solo su peso y la extraña postura de mi brazo para sostenerla delatan su presencia. Voy a bajarla, aunque sea por un instante, para asegurarme de que no queda otra opción y que nada de lo que me arrastró hasta este punto cambiará, que ya nada mejorará. Es ridículo pensar que es posible que algo sea diferente, he visto las marcas en las paredes externas del refugio. Nada conocido por el hombre puede dejar marcas semejantes sobre el titanio acerado con el que se construyó este lugar, ni siquiera una explosión nuclear directa dejaría marca alguna. Sin embargo, allí estaban esas marcas tan parecidas a las que dejarían las garras de un animal al acecho. Cuatro marcas, como las de una mano o una pata deforme, con los dedos externos más largos que los centrales, hundidas tan profundamente en el metal que lo que fuera que las hubiera dejado debía de ser enorme y pesado.
    En un primer momento, antes de llegar a la conclusión de que las marcas fueron producidas por garras desproporcionadamente grandes, pensamos que podría tratarse de un error de diseño, que algo más debía encastrarse allí, o que eran soportes para las máquinas que construyeron el refugio al manipular los materiales, otras opciones no nos parecían factibles. Cuando las mismas marcas comenzaron a aparecer en sitios en los que estábamos seguro que antes no lo estaban, entendimos que bien podía tratarse de algo del exterior intentando ingresar a nuestro refugio. Esto era todavía más desconcertante porque las cámaras de vigilancia no captaban nada más que la devastación de la superficie, cada día más caliente, más inhóspita; por su parte, los sensores de movimiento y de cercanía permanecían en silencio. Sabíamos que era físicamente imposible que las marcas fueran producto de la degradación del material, era otra cosa, algo a lo que todavía no queríamos ponerle nombre.
    Luego se produjo la primera desaparición.
    Era una salida de rutina para revisar las inmediaciones, controlar posibles desprendimientos de roca en el perímetro y comprobar que los aparatos de medición no estuvieran siendo afectados por el clima extremo. Cuarenta minutos, como máximo, demorábamos habitualmente. De los nueve operadores enviados, Jones o James, ya no recuerdo cuál de los dos, no regresó y no se encontró rastro alguno de lo que pudiera haberle sucedido, no había marcas en las rocas ni en la tierra, no se hallaron restos del traje aislante, deslizamientos del terreno, nada.
    Como luego de esto nadie quería cumplir las órdenes envié a la mayoría de los operadores cuya presencia no fuera estrictamente necesaria a los túneles interiores, a las cámaras acorazadas de las vainas. Si no podían cumplir una orden, si no podían hacerle frente a lo que teníamos que hacer, no los quería cerca, mejor que fueran ellos también a dormir, no quería seguir escuchando quejas y lamentaciones.
    A las dos semanas ya solo quedábamos seis. Los que fueron enviados a la superficie, solos o en parejas, incluso con armas de destrucción masiva en sus manos, no regresaron. Las cámaras continuaban ciegas, los sensores no abandonaba su mudez, las armas no habían llegado a ser utilizadas; según todos los indicadores estábamos solos en aquel lugar, pero algo se obstinaba en negar nuestra soledad.
    Poco después comenzaron los golpes. Confundimos los primeros con desprendimientos de las rocas que nadie controlaba ya que suspendí toda salida al exterior. Luego nos dimos cuenta que los golpes eran siempre en el mismo punto de la cubierta del refugio que, si cálculos eran correctos, eran donde aparecieron aquellas primeras marcas. Las cámaras, por supuesto, seguían sin captar nada.
    Ayer, o antes de ayer, la estructura crujió. No hay nada más aterrador que sentir como las toneladas de titanio acerado que te rodean crujen como si alguien quisiera aplastarlas. Me sentía como debe sentirse una sardina dentro de una lata, si es que la sardina estuviera viva, pudiera pensar y se diera cuenta de lo que estaba a punto de suceder.
    Esta mañana volví a asegurarme de que las compuertas del túnel hacia la cámara de las vainas están cerradas, todas ellas. Solo el refugio superior caerá, al menos es lo que espero. La autodestrucción está programada para proteger a los demás. Luego de que el exterior cruje una vez más apoyo el caño de la pistola en mi cien. Se oye algo similar a una delgada lámina de aluminio rasgándose. Ya está cerca, pero quiero ver qué cosa, que criatura es capaz de hacer todo esto, saber qué será lo que acabará con nosotros, luego podré hacerlo.

sábado, 26 de julio de 2025

Los oficinistas

Era un día normal en la oficina, tanto como puede serlo un día de trabajo en un lugar que se odia, se detesta, se anhela abandonar y aun así continuamos en él porque no podemos hacer otra cosa, tenemos demasiadas deudas o algún otro motivo que mejor no recordar. Situación similar a la mía sería la de los otros oficinistas que, en sus respectivos escritorios se concentraban mientras sin dudas pensaban lo mismo, porque nadie quería estar aquí, en este lugar, en este momento, rellenando formularios, copiando contratos o algún otro archivo que la administración hubiera encargado y ver pasar las horas de sol del invierno a través de una ventana lo suficientemente alta como para que nadie se asomara ni pensara en arrojarse por ella. Al menos la calefacción funcionaba bien, o eso pensaba antes de llegar esta mañana y enterarme de que, por diversos desperfectos que nadie sabía explicar cómo habían ocurrido, la caldera estaba apagada.
    El frío, en ese salón amplio y de techos altos, era tal que no solo el aliento se condensaba llegando a empañarme los lentes, sino que los dedos de las manos se entumecían de tal forma que resultaba prácticamente imposible sostener una pluma con ellos o utilizar las máquinas de sumar. Sentía cómo se me endurecía el cuerpo entero si permanecía en una misma postura demasiado tiempo, y eso era lo único que podía hacer, mantenerme quieto para no pensar, para no sentir el frío, para que el aire no se volviera esquirlas de hielo dentro de la nariz, en los pulmones, en el corazón, que ya sentía doler con cada latido. Apenas parpadeaba para no quedarme dormido y tal vez no volver a despertar.
    Pensar en medio de tanto frío dolía más que cualquier otro día, me gustaría entender por qué era así, pero el olor a quemado me distraía. Cómo podía oler a quemado con semejante frío, cómo podía escuchar el crepitar de leña si sentía mi aliento como hielo. Pero sí, olía humo, y sí, oía leña crepitar. Incluso comenzaba a sentir un poco de calor a uno de mis lados, por lo que con sumo cuidado, para no dañar mi cuello endurecido, comencé a girar sobre la silla.
    Primero vi el reflejo de un resplandor, muy cerca, tan solo a unos pocos pasos, donde se encontraba el escritorio más cercano al mío. El viejo López se sentaba ahí, el empleado con mayor antigüedad y menor jerarquía en la firma. Algo resplandecía, un algo que era una llama, una llama que envolvía el cuerpo de López y comenzaba a lamer la madera reseca del escritorio, los papeles y las carpetas sobre las que trabajara. López sonreía, tengo la certeza de que era la primera vez que lo veía sonreír. La suya era una sonrisa beatífica, de alguien que se encuentra más allá del bien, más allá del mal, más allá de todo. Una sonrisa que nos invitaba a unirnos en su alegría. No era el único que lo había notado y se había girado para mirar lo que pasaba.
    Me levanté tan lentamente como me girara en la silla, sentí las articulaciones crujir como si fueran bisagras carentes de lubricación, y me acerqué los pocos pasos que separaban su escritorio del mío. Extendí mis manos hacia las llamas para sentir algo del calor que ansiaba. Mis dedos volvieron a la vida poco a poco. Entendí por qué López sonreía, porque yo también sonreí.
    Alguien más se acercó desde el otro lado del escritorio, un hombre de bigote grueso que siempre usa trajes oscuros, Álvarez, si es que no me equivoco, porque es muy poco lo que hablé con él. Me miró, miró a López y luego extendió sus manos.
    Antes de darme cuenta, el resto de los oficinistas siguieron nuestro ejemplo y rodearon a López calentándose las manos y sonriendo como si cada uno sintiera en ese momento algo tan especial como único.

domingo, 20 de julio de 2025

Todo mal

Algo que no puede faltar en mi autobiografía no autorizara es el análisis sobre mi capacidad para hacerlo todo mal. Cierto que todavía no termino de decidir en qué capítulo incluir este tema, además de que estoy seguro de que cuando lo decida, y finalmente lo incluya, alguien más lo leerá y dirá que también es un error haberlo agregado en ese tramo del relato y no en otro capítulo, ya sea uno anterior o tal vez alguno posterior. La cuestión es, pues, saber que todo lo que hago lo hago mal.
    Me es imposible saber cuál fue mi primer error, aunque posiblemente haya sido nacer; pero nadie elige nacer, eso simplemente sucede, un día no estamos aquí, al día siguiente sí lo estamos, y luego, algún otro día futuro, volvemos a no estar aquí. Por lo que si mi nacimiento fue un error, alguien más lo cometió, por lo tanto no puede ser mi responsabilidad. Lo que vino después, estando ya vivo, es otro cantar. El haber nacido en éste siglo, ésta familia, éste país, con éste género, éste color de piel, éstos ojos y el resto de mis características, tampoco puede ser culpa mía. Tampoco recuerdo el momento en que elegí algo de esto, ninguna de estas cualidades sería elegida por nadie, porque nadie quiere ser el feo de la familia, pero en cada generación a alguien tiene que tocarle y bueno, aquí me tienen.
    Mucho menos tuve que ver con la elección de mi nombre, aunque ahora están de moda los nombres antiguos y el ir al registro civil a cambiarse el apellido del padre por el apellido de la madre, que es el apellido del abuelo, en clara señal de respeto de la tradición masculina familiar y cuestiones similares. No fueron muy originales con mi nombre, como ya dije, lo supe cuando quise registrarme en una red asocial a la moda, luego de hacerme un correo electrónico, y debí agregar varios números a mi nombre para que este fuera aceptado ya que mi nombre original, mi nombre del mundo real, estaba ocupado. Eso es el 555 que uso, lo que me lleva a suponer que existen otras 554 personas con mi mismo exacto nombre. Esto tampoco es mi culpa, como pueden ver.
    Podría continuar con la lista de cosas en las que, aunque no tuve nada que ver, igualmente que salieron mal en mi vida, pero entonces aparecería la duda de en qué cosas sí tuve que ver, es decir, cuáles son las cosas que me llevaron a decir que lo único que hago bien es hacer todo mal. Pues verán, es complejo decidir por dónde comenzar, tendría antes que definir algún tipo de criterio que me permita ordenar aunque más no fuera algo de todo ese caos, pero elija el orden que elija, siempre algo quedará afuera, algo que también hice mal y que no puedo agregar en esa lista determinada, lo que serviría para hacer que incluso esa misma lista esté mal elaborada. Teniendo esto en cuenta, y sin pretender orden alguno de prelación o cronológico, mencionaré algunas pocas cosas que puedo confirmar haber hecho mal:
    *Mudarme fuera de la ciudad,
    *Creer que esa inversión no era una estafa piramidal,
    *Permitir que te vayas sin hacer nada para que te quedes,
    *Elegir los títulos de mis libros,
    *No haber aprendido a bailar,
    *Mudarme de regreso a la ciudad,
    *Mis últimos diez cortes de pelo (tal vez algunos más),
    *Cenar frito sabiendo cómo me cae,
    *Volver a escribirte,
    *Comprar libros que no sé si llagaré a leer algún día,
    *Ir a ver esa película (sí, esa),
    *Elegir mi color favorito,
    *Esperar a que me respondieras,
    *Comprar más libros,
    *Llegar tarde aquella vez,
    *Esta lista,
    *No poder dejar de pensarte,
    *Los libros que compré ayer,
    *La lista que hice la semana pasada,
    *Huevos, jabón, papel higiénico, ah, no, eso no va acá,
    *Confundir esta lista con la del supermercado.

domingo, 13 de julio de 2025

Ruidos

Hace tiempo me percaté de que los ruidos son peores durante la noche. Es posible que la mayoría de esos ruidos también existieran durante el día, pero algo más, otra cosa, algo diferente, los oculta, les da una presencia menos importante de la que ganan por las noches. Es entonces, por las noches, cuando ellos reinan, marcan el ritmo, señalan que nada se detiene, nunca.
    Por las noches, cuando deberíamos dormir, los ruidos nos mantienen despiertos alejando cualquier otra cuestión del centro de la reflexión. Lo ocupan todo, se vuelven absolutos, como lo es el miedo en esas primeras noches de soledad, las primeras noches de aceptar que finalmente todo se acabó y que nada volverá a ser lo que alguna vez fue, que todo está roto y perdido para siempre.
    En ese momento llega el primer crujido, como un largo lamento, que me sobresalta, que me indica que aunque sé que allí no puede haber nadie, tal vez sí lo hay. Alguien que rompe, que quiebra, que destruye esa intimidad individual que es mía y solo mía, pero tal vez no lo es tanto. Sé que ese mismo crujido no volverá a repetirse a lo largo de la eterna noche. Sin embargo, permanezco alerta porque la noche continúa.
    Es entonces cuando llega otro sonido. Algo como el arrastrar de un objeto pesado, un sillón siendo cambiado de lugar, un cuerpo siendo llevado a un escondite. Suena muy cerca, en la habitación de al lado, en la que sé que no hay nadie y que por lo tanto nada puede moverse. Pero lo hace, algo se mueve o se movió un instante antes porque sé que lo escuché.
    Cuando el umbral del sueño se acerca y amenaza con por fin hacerse cargo de mí, llega ese golpetear rítmico de una pelota, una esfera, algo redondo y metálico sobre el suelo de cerámicos antes de acabar alejándose hasta perderse en una lejanía insospechada. El primer golpe es suficiente para sobresaltar y volver al sueño espantado algo inalcanzable.
    Nunca falta el eco de la gota que cae tan insistente como desacompasadamente en un balde a medio llenar. Por más que todas las canillas de la casa estén bien cerradas, por más que no haya otro lugar por el cual pueda caer, la bendita gota cae. Allí está, la escucho, cayendo con el ritmo irregular que no permite prever cuándo llegará la próxima, que sabemos que llegará y lo hace, sí, cuando menos lo esperamos y su eco inunda nuestros oídos.
    El susurro de voces lejanas también llegará, en algún incierto momento de la noche. Voces que llegan desde otros lugares, otros tiempos, y ahora están aquí, junto a uno, aunque no estén ni tengan la posibilidad de estarlo. Voces que llaman, que reclaman, que imploran, que anhelan, que desean, que reprochan, que señalan un dolor o la insatisfacción. Voces que pronuncian mi nombre más secreto, mi nombre real, ese que solo una única persona llegará alguna vez a conocer. Voces que saben qué decir para mantenerme despierto al borde de todas esas lágrimas que nunca me atrevería a derramar durante el día.
    El amanecer llegará, como siempre lo hace, y me encontrará más cansado, más cercano al colapso que al amanecer anterior, pero menos que el próximo. Y como cada nuevo día, no haré más que preguntar cuántas noches restan, cuantas noches quedan antes de pasar a formar parte de todos esos ruidos.