sábado, 4 de mayo de 2024

Me entrego al silencio

Mi casa no es un santuario en el que prevalezca el silencio. Mi casa no es un mausoleo, un cementerio, un camposanto, un monumento a los caídos en guerras pasadas e innecesarias ―aunque tal vez podría serlo―. Mi casa no es nada de eso, mi casa es solo mi casa. Eso y nada más. Porque no necesito más. No es un hogar, según me lo han hecho saber varias veces, es solo una casa. No es un lugar, es solo un espacio. Allí, en él o en ella, me entrego al silencio. Ese que llama tanto la atención, que altera a quien lo escucha por primera vez ―porque sí, el silencio también se escucha―, que inquieta a quien solo conoce el constante batifondo cotidiano, que asusta a quienes se percatan tal vez por primera vez de que en ese silencio pueden oír sus pensamientos. Es a ese silencio al que me entrego.
    Tengo mis razones, por supuesto.
    La sorpresa es mayor cuando descubren mi melomanía. Creen, suponen, que debería de estar escuchando música incluso mientras duermo o me preparo para morir. En lugar de eso, a mi alrededor existe un silencio tan atroz como brutal que señala lo que perdí, lo que estuvo allí y ya no está porque se ha convertido en algo más.
    Por si lo están pensando, no, no me volví ni me quedé sordo.
    Innumerables son las canciones que he disfrutado, bandas que seguí a lo largo de sus más o menos extensas carreras, intérpretes a los que dediqué horas en conocer sus letras, estilos en los que profundicé sin distinción de géneros ―aunque hay claros y necesarios ausentes porque me resultaba imposible considerar como música a eso―. Podía olvidarme las fechas de cumpleaños de amigos y familiares, pero nunca el verso de una canción que escuchara una única vez. La música fluía más que la sangre por mis venas. Mi mundo era alegre, feliz, luminoso, para nada triste, angustioso y tétrico como se lo ve ahora.
    Todo cambió cuando cometí un error.
    Y este fue compartir esa canción, esa banda, ese intérprete, ese estilo, ese músico, ese artista de callejón, ese trinar de un pájaro, con alguien más. No fue un error porque creyera que no lo comprendería o disfrutaría a la par mía, fue un error porque no tuve en cuenta que eso que compartíamos ―y aquí no me refiero solo a la música― un día se terminaría y ―ahora sí solo me refiero a la música― ya no podría volver a escuchar lo que disfrutáramos juntos sin que el recuerdo de lo que se terminó me embargara y derrotara.
    Un error que repetí.
    Y volví a repetir.
    Entregué etapas de mi vida en las que sonaban las canciones del momento, el último disco de la última banda que descubriera, repertorios completos, los clásicos de las décadas de 1970, 1980, 1990 o esos temas que suenan sin que atendamos a ellos y se pasan en las radios perdidas entre la estática constante. Momentos a los que no puedo volver.
    Por eso me entregué al silencio.
    Un silencio que es un último refugio, construido con esas otras canciones, esas otras bandas que descubrí y no compartí con nadie, nunca, esos otros artistas que guardé para escuchar por mi cuenta sabiendo que algún día podría llegar a necesitar. Por eso los guardé, los escondí muy dentro mío, allí donde nadie llega porque siempre abandonan antes, por aburrimiento, cansancio, fastidio o una combinación de las tres. Es mi refugio y, como mi casa, no tiene sentido para nadie más que para mí. Y está bien que así sea, lo sé, porque tampoco pretendo que lo tenga.


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sábado, 27 de abril de 2024

Tal vez por eso mismo

―Ya no se te oye cantar por las mañanas ―dijo.
    ―Tal vez porque nunca canté por las mañanas ―respondió.
    ―Eso no es verdad. Antes lo hacías, y muy seguido.
    ―Quizá me confundes con alguien más. Alguien de otra época. De otro lugar.
    ―Por supuesto que no. Conozco mis recuerdos ―dijo―. Sé que eras tú quien cantaba cada mañana, aunque no hubiera nadie allí para escucharte... O tal vez por eso mismo.
    ―Tal vez por eso mismo ―respondió.
    ―Entonces sí cantabas por las mañanas, pero ya no se te oye.
    ―Puede ser, pero es algo que tú no deberías saber.
    Extendió sus brazos, sus alas, sus palabras y se elevó.
    Una leve melodía ocupó el aire mientras se alejaba.
    ―Ahora vuelves a hacerlo ―dijo antes de soltar la rama de la que se sostenía y caer al vacío bajo sus pies.

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sábado, 20 de abril de 2024

Seguir

Voy a seguir adelante. Claro que lo haré. Porque no hay otras opciones. Porque es lo único que más o menos sé hacer. Y también porque sé que si comienzo a pensar en cuál sería el sentido de tanto esfuerzo acabaría abandonándolo todo para siempre. Pero si así fuera, pocos notarían la diferencia. Esto también lo tengo claro. Solo para mí sería distinto, el mundo, la vida, se volvería un tanto más oscuro, más denso, más pesado, más difícil de sobrellevar de lo que ya lo es. Pero soy hombre, a nadie le preocupa lo que pueda sentir un hombre. No se nos permite detenernos a pensar en ello. Boys don't cry, keep going, come on.
    A toda máquina pues, sin pensar en lo que se hace, en porqué se lo hace, en el sentido de una vida vivida tan en el margen que cualquier mínimo cambio de lo que siempre ha sido queda en evidencia. No hay que sentir. No tiene sentido. Yo lo sé, quien está a mi lado lo sabe, quien está a mi otro lado también lo sabe. Al igual que lo saben quien camina delante y quien lo hace detrás. No tiene sentido, solo es.
    Incluso cuando ya no se puede hay que seguir, hay que keep going.
    Con la frente en alto, por supuesto, pero en silencio. Sin que se note que esa forma de vida no tiene sentido. Las apariencias siempre primero, hay que saber lo que se espera que un hombre sepa hacer.
    Marque con una X o un ✓ según corresponda:
    Saber conducir - X
    Saber hacer un asado - X
    Saber de fútbol (o el deporte de moda) - X
    Saber cambiar un neumático - X
    Saber hacer el nudo de la corbata - X
    Saber arreglar cualquier cosa que se rompa en la casa - X
    Saber contentar a una mujer - X
    Saber bailar tango (¿por qué? ¿Para qué?) - X
    No demostrar miedo - X
    Ser valiente - X
    Enfrentar los problemas y solucionarlos - X
    No quejarse - X
    No quejarse - X
    No quejarse - X
    No llorar (nunca) - X
    No ser diferente a los demás - X
    No demostrar nada - X
    Caminar siempre al frente - X
    Acatar las órdenes - X
    No hablar de más (no hablar) - X
    No escuchar de más - X
    Saber recibir los golpes de los demás - X
    Saber devolver los golpes de los demás - X
    Soportar la vida (en silencio) - X
    Ni un punto a favor. La lista podría extenderse hasta el aburrimiento y seguiría tan incompleta como al principio, siempre faltaría algo. Y esa falta, ese error, también sería nuestra (es decir mi) responsabilidad.
    Keep going, come on.
    Ni siquiera sé porque lo escribo en inglés. Tal vez porque suena mejor que en español, francés, esperanto o neocriollo. Demuestro así mi ignorancia en más de un idioma.
    Hay que seguir y seguir, hasta volverse inútil para cualquier cosa, cualquier trabajo, cualquier opción, cualquier mujer, cualquier posibilidad. Hasta que te descarten.
    Esto por no haber nacido inútil y nunca saber qué se supone que hay que hacer en cada momento, en cada minuto, de la vida que nos tocó.
    En mi caso, no tengo dudas, no siento orgullo ni cosa parecida de saberme perteneciente a este segundo grupo. Aquí tampoco queda otra opción, hay que keep going, sin más, come on.

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En el N° 1 del Séptimo Año de la revista digital de ciencia ficción Teoría Ómicron se ha publicado el relato: Desde el confín de la galaxia.

Fin del Espacio Publicitario.

domingo, 14 de abril de 2024

Sísifo(s)

Vieron llegar los camiones a través del largo camino de tierra, la polvareda llegó primero, el ruido un poco después, el olor al gasoil mal quemado de los motores viejos impregnó el aire por el resto de la tarde. Eran varios camiones, más de los habituales. El que conocía los números dijo eso, que eran muchos, es decir, más de cuatro, pero menos que bastantes. Todos estaban igualmente cargados hasta el tope con los mismos troncos de gruesos árboles que parecían recién talados y que alguien cargara en algún otro lugar, ahora ellos debían trasladar de un camión a otro para que continuaran su camino hacia el aserradero donde se convertirían en postes telegráficos, vigas, durmientes, tablas, palos de escoba, escarbadientes, aserrín o vaya uno a saber qué.
    Pasarían la tarde allí, lo sabían y no podían quejarse porque a nadie le importaba lo que ellos pudieran decir.
    El primer camión se acercó a la zona de carga y descarga, donde esperaba otro camión vacío en el que debían acomodar los pesados troncos. Los seis miembros del primer equipo de operarios comenzaron a trabajar mientras el conductor del camión se acercaba a las casillas del personal de consuelo, esas a las que los operarios no tenían permitido ingresar. Un dejo de envidia, mezclado con odio y desprecio, los recorrió sin que pudieran hacer nada al ver en cuál de las casillas ingresaba.
    Poco más tarde el camión antes vacío ya estaba cargado y preparado para continuar el viaje. El conductor regresó, se subió a él y lo puso en marcha. Una pesada nube de combustible mal quemado envolvió a los operarios. Luego de dejar calentar el motor un par de minutos, se alejó por el mismo camino por el que llegara.
    Le tocó el turno al segundo de los camiones, que se acercó al espacio que quedara vacío, el conductor apagó el motor, descendió y se acercó a una de las casillas. Antes de cerrar la puerta hizo salir a dos niños pequeños a los empujones, un varón de menos de diez años y una niña, que el varón sostenía en brazos, que apenas llegaría al año y no dejaba de llorar. Pero ni todo el llanto de la niña fue suficiente para ocultar el sonido de los golpes en el interior.
    El equipo de operarios descargó los troncos de ese camión y volvió a acomodarlos en el camión vacío. El tercer y el cuarto camión les tocaba a otro grupo de operarios, luego vendría el último grupo a ocuparse de los siguientes dos antes de que el primero tuviera que volver al trabajo. La tarde se iría y llegaría la noche antes de que terminaran.
    ―Encontré tu guante ―dijo uno de los operarios a otro―. Toma.
    ―¿Dónde estaba?
    ―Debajo de aquel tronco. Apareció cuando comenzamos a moverlo.
    ―Lo recuerdo, sí ―dijo el dueño del guante colocándoselo con los ojos entrecerrados―. Se enganchó con algo y sentí como abandonaba mi mano.
    ―Pero ahora ha regresado.
    ―Así es, ha regresado. Gracias por encontrarlo.
    ―Ojala no vuelva a perderse.
    Así lo espero, pensó el dueño del guante.
    Pero aquella no era la primera vez, y probablemente tampoco sería la última, en que alguno de los operarios perdiera o se le cayera algo durante el trabajo y algún otro lo encontraría entre los troncos del siguiente envío.

sábado, 6 de abril de 2024

Intento N° 37

Le estaba llevando más tiempo del que había pensado, porque no tenía las herramientas necesarias, la fuerza para llevarlo adelante ni la voluntad de terminar con eso que en verdad ya no tenía sentido. Hacer el pozo con una pala de punta hubiera sido más fácil y rápido, incluso en esa tierra reseca y dura que a los pocos centímetros se volvía como una piedra. Al menos había entrado en calor por primera vez en todo el largo y penoso invierno, pero no era suficiente, ya tendría que saber cómo hacer las cosas, como hacerlo todo por su cuenta. En lugar de eso seguía siendo el mismo inservible de siempre. Ni siquiera se le había ocurrido conseguir una pala de punta para hacer el maldito pozo, todo sería diferente si hubiera pensado antes de empezar.
    Miró el cielo gris, cerrado por una única nube de un tamaño imposible de definir porque llegaba más allá de dónde podía ver, lo que no era mucho, por la miopía. Miró el cielo buscando algo diferente al gris y no lo encontró, como sabía que sucedería. No se sorprendió. Intentó clavar la pala en la tierra y apenas se hundió un par de milímetros, la pisó, se paró sobre ella e hizo fuerza sin la menor suerte. Al hacer palanca con el mango de la pala con suerte logró desprender un puñado de esa tierra dura que no se rompía, no se abría, no se dejaba mover.
    Le dolía el hombro, la muñeca, el pie, ya no tenía ganas de seguir con eso, ya no quería hacer nada de lo que tenía que hacer, prefería abandonarse sin más a lo que quisiera ocurrir y lo haría, sin dudas, si supiera que eso no adelantaría ni retrasaría el final. El no saberlo era el único motivo para continuar. Claro que si tuviera una pala de punta sería más fácil.
    También podría esperar al verano, suponiendo que volviera a haber verano en los próximos meses o años y que llegara a verlo. Otra vez lo mismo, no era por ahí por donde tenía que ir, lo mejor era seguir. Y si no terminaba el pozo ese día volver a intentarlo al siguiente, o al día que siguiera después de ese. Con la pala de punta sería más fácil, lo sabía, pero no, se había quedado con la otra, la mejor decisión de su vida, sin dudas.
    Intentó clavarla una vez más dando un golpe con toda la fuerza que podía con su cansado cuerpo, pisó la pala para hundirla un poco más, hizo palanca para que la tierra saltara y volvió a empezar. La tarde se terminaba, la coloración un poco más oscura de las nubes, apenas imperceptible para quien no conociera aquel manto imperturbable, así se lo decía.
    También el aire cambiaba, esa brisa apenas perceptible era suficiente para enfriarle el cuerpo. Debía cubrirse si no quería volver a enfermarse, y aunque lo quisiera, primero tenía que terminar el pozo, si no era ese pozo sería algún otro, el que tal vez comenzara mañana, o el del día siguiente, daba lo mismo, con que terminara alguno de los pozos sería suficiente.
    Decidió que ya había hecho bastante.
    Se alejó arrastrando la pala detrás de sí a lo largo del que fuera el jardín de la casa esquivando los otros pozos a medio terminar y otros que apenas eran un esbozo. Dejó la pala en el cobertizo de las herramientas, en la oscuridad del interior le pareció ver una pala de punta y el pico. Si al día siguiente, o al día que siguiera después de ese, lo recordaba, volvería a mirar. Si era así podría, por fin, hacer el pozo del tamaño adecuado y por fin descansar sabiendo que ya estaba lista su futura tumba.