Mi casa no es un santuario en el que prevalezca el silencio. Mi casa no es un mausoleo, un cementerio, un camposanto, un monumento a los caídos en guerras pasadas e innecesarias ―aunque tal vez podría serlo―. Mi casa no es nada de eso, mi casa es solo mi casa. Eso y nada más. Porque no necesito más. No es un hogar, según me lo han hecho saber varias veces, es solo una casa. No es un lugar, es solo un espacio. Allí, en él o en ella, me entrego al silencio. Ese que llama tanto la atención, que altera a quien lo escucha por primera vez ―porque sí, el silencio también se escucha―, que inquieta a quien solo conoce el constante batifondo cotidiano, que asusta a quienes se percatan tal vez por primera vez de que en ese silencio pueden oír sus pensamientos. Es a ese silencio al que me entrego.
Tengo mis razones, por supuesto.
La sorpresa es mayor cuando descubren mi melomanía. Creen, suponen, que debería de estar escuchando música incluso mientras duermo o me preparo para morir. En lugar de eso, a mi alrededor existe un silencio tan atroz como brutal que señala lo que perdí, lo que estuvo allí y ya no está porque se ha convertido en algo más.
Por si lo están pensando, no, no me volví ni me quedé sordo.
Innumerables son las canciones que he disfrutado, bandas que seguí a lo largo de sus más o menos extensas carreras, intérpretes a los que dediqué horas en conocer sus letras, estilos en los que profundicé sin distinción de géneros ―aunque hay claros y necesarios ausentes porque me resultaba imposible considerar como música a eso―. Podía olvidarme las fechas de cumpleaños de amigos y familiares, pero nunca el verso de una canción que escuchara una única vez. La música fluía más que la sangre por mis venas. Mi mundo era alegre, feliz, luminoso, para nada triste, angustioso y tétrico como se lo ve ahora.
Todo cambió cuando cometí un error.
Y este fue compartir esa canción, esa banda, ese intérprete, ese estilo, ese músico, ese artista de callejón, ese trinar de un pájaro, con alguien más. No fue un error porque creyera que no lo comprendería o disfrutaría a la par mía, fue un error porque no tuve en cuenta que eso que compartíamos ―y aquí no me refiero solo a la música― un día se terminaría y ―ahora sí solo me refiero a la música― ya no podría volver a escuchar lo que disfrutáramos juntos sin que el recuerdo de lo que se terminó me embargara y derrotara.
Un error que repetí.
Y volví a repetir.
Entregué etapas de mi vida en las que sonaban las canciones del momento, el último disco de la última banda que descubriera, repertorios completos, los clásicos de las décadas de 1970, 1980, 1990 o esos temas que suenan sin que atendamos a ellos y se pasan en las radios perdidas entre la estática constante. Momentos a los que no puedo volver.
Por eso me entregué al silencio.
Un silencio que es un último refugio, construido con esas otras canciones, esas otras bandas que descubrí y no compartí con nadie, nunca, esos otros artistas que guardé para escuchar por mi cuenta sabiendo que algún día podría llegar a necesitar. Por eso los guardé, los escondí muy dentro mío, allí donde nadie llega porque siempre abandonan antes, por aburrimiento, cansancio, fastidio o una combinación de las tres. Es mi refugio y, como mi casa, no tiene sentido para nadie más que para mí. Y está bien que así sea, lo sé, porque tampoco pretendo que lo tenga.
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