domingo, 14 de agosto de 2022

Algo para no pensar

Tenía trece años cuando descubrí los cortes. Fue una de las noches en las que me tocaba lavar los platos en mi casa luego de la cena. Hacía esto porque todos los que vivimos bajo el mismo techo tenemos que ayudar en las labores domésticas, como no se cansaba de repetir mi madre y para no tener que oír sus quejas lo hacía entes de que dijera nada. En mi familia también estaba la idea de que si los consumidores reducían y reciclaban parte de sus residuos la contaminación de las empresas resultaría menos dañina para el planeta. Por lo que papeles, cartones, vidrio, plásticos y latas de conservas no iban a la basura. Por suerte todavía no se les había dado la locura del compost, aunque creo recordar que no faltaba mucho para eso.
    Al terminar y secarme las manos, sentí un ardor y la sensación del dolor más que el dolor mismo. Algo que me decía que una parte de mi cuerpo dolía más que el resto. Algo en lo que podía concentrarme para olvidar todo lo demás, lo que sucedía y me sucedía. Algo que me permitía callar el torbellino permanente que eran mis pensamientos. Algo que servía para no pensar. Miré el diminuto corte en la piel del centro del pulgar derecho, menos de medio centímetro y apenas profundo con la certeza de que era la primera vez en mucho tiempo en que estaba en paz conmigo, con quien era, quien nunca llegaría a ser y con quien había sido. Era una sensación tan grata que ansiaba que durara el resto de mi vida. No fue así.
    Horas, o tal vez sólo unos pocos minutos después, esa sensación de paz, de tranquilidad, de ligereza, comenzó a menguar y menguar hasta desaparecer. El caos regresaba a mis pensamientos imposibles de controlar. Había escuchado o leído en algún lugar que las heridas arden cuando se les tira sal. Sin la seguridad de a qué tipo de sal se referían recurrí a las que encontré en la casa: sal fina, entrefina, gruesa, parrillera, del Himalaya, sin sodio, aromáticas, con especias, con sabor a humo y varias más. Probé con todas ellas antes de aceptar que la herida ya estaba cerrándose y que mi esfuerzo no tenía sentido.
    Pasaron varios días, o semanas, y sólo me quedaba el recuerdo de la lata, el corte, la sensación de paz, de tranquilidad, e incluso diría que de placer. Pero sin saber si alguna vez había sentido algo semejante, no tenía con qué compararlo. Pasaban los días y no dejaba de pensar en esa sensación.
    De una clase de plástica en la escuela me llevé una trincheta. No lo pensé, la vi sobre una de las mesas, perdida entre el resto de los materiales que debíamos usar para hacer algo que no me importaba y la escondí entre mi ropa con movimientos lentos, para que nadie lo notara. Lo hice así aunque sabía que hiciera lo que hiciera nadie notaría algo que estuviera remotamente relacionado conmigo.
    Con la trincheta en mis manos me escondí durante un recreo entero en uno de los cubículos de los tantos baños. Allí dentro los ruidos, los pensamientos, las ideas, eran más desordenados, más difíciles de controlar, necesitaba un poco de tranquilidad. Tenía la trincheta, ese era el momento para buscar esa tranquilidad. Hice un pequeño tajo en el centro de la palma de mi mano izquierda, la que no usaba para escribir y podría esconder para que nadie la viera. Chupé la herida hasta que dejó de sangrar porque hubo más sangre que la primera vez. Ardía un poco menos, pero allí estaba la misma sensación que hizo que las últimas horas de clases del día fluyeran con mayor facilidad, como si no tuvieran la importancia que los adultos decían que tenían.
    Desde ese día no pude ni quise detenerme. Cada mañana antes del inicio de las clases me escondía en uno de los baños con la misma trincheta y sumaba un corte a mi colección. Aprendí a esconderlos, a no hacerlos en lugares que quedaran expuestos, porque ese tipo de cosas altera a los adultos, lo que rompía la sensación de paz que lograba. Algunos días el corte era en mis brazos, en verano siempre por arriba del codo, para que quedara oculto, y en invierno llegué a cortarme sobre las muñecas. Otros días elegía una de mis piernas, cerca de los tobillos, para que el roce de las zapatillas mantuviera la herida abierta, y por lo tanto ardiendo, más tiempo y la paz se fingiera un poco más duradera y real de lo que sabía que en realidad era.
    Cuando un corte al día no fue suficiente recurrí a dos, siempre en lugares diferentes de mi cuerpo. Esto duró muy poco, ya que pronto fueron tres los cortes necesarios para lograr la misma sensación de paz, de tranquilidad, de dolor que aquella lejana primera vez. Solo podía pensar en cuánto tiempo faltaba para el próximo corte, para el próximo instante de silencio dentro de mi cabeza, de tranquilidad, de no pensar, de ser quien decidiera lo que tenía que hacer. Lo que comenzara como una posible liberación fue convirtiéndose en una trampa más en la que me dejé atrapar, una trampa como tantas otras antes y tantas otras que llegarían después.
    La trincheta era una costra entre roja y negra, con el filo oxidado por la sangre, ya no me quedaban medias sin manchar y en la casa comenzaban a sospechar. Tenía que encontrar una solución que me sirviera para solucionar el problema que la solución anterior no sólo no había sabido solucionar, sino que había creado uno nuevo.
    Fue en la navidad de mis quince años cuando creí encontrar esa nueva solución. Mis padres habían salido a saludarse con los vecinos con los que todavía se hablaban. Eran pasadas las doce, momento en el que el ruido en mi cabeza superaba cualquier escala que eligiera para medirlo. También esa noche me tocaba ocuparme de los platos. En el vaso que usara mi padre había quedado un resto de lo que fuera que había estado bebiendo, como no prestaba atención a esos detalles no sabía muy bien qué era, pero no era ninguno de sus jugos desintoxicantes ni antioxidantes que mi madre nos obligaba a beber. Mezclé el contenido de ese vaso con el resto de lo que tomara mi madre, lo revolví haciéndolo girar en mi mano y con un único movimiento lo bebí entero.
    Al hacerlo y sentir esa mezcla de bebidas bajaba por mi garganta creí, una vez más, que había encontrado la respuesta, la solución que buscaba, que ansiaba, que anhelada. Aprovechando que nadie me veía, que allí no había nadie más, lloré de felicidad, de alegría, por el silencio, la paz que regresaba a mi cabeza, a mis pensamientos, a mi cuerpo, a mi ser, a mi sangre.

Imagen meramente ilustrativa.

23 comentarios:

José A. García dijo...

Antes posibles interpretaciones erróneas. El relato es sólo ficción, yo no soy su personaje, no viví nada similar.

Esta aclaración no debería ser necesaria, pero lo es.

Saludos,
J.

Tatiana Aguilera dijo...

Tu escrito apunta a uno de las problemáticas más oscuras y dolorosas de la humanidad: el deseo de evasión. ¿Por qué?, existen tantas razones y cada cual más asertiva y cercana que la otra y, es que tener 13 años y, ser un adolescente solitario, va en dirección de esa ciega búsqueda de no sentir, de escapar, de evadir la realidad.
Inquietante relato José
Un abrazo

gla. dijo...

Es una historia cada vez mas frecuente entre nosotros
Muy interesante
Abrazos

Guillermo Castillo dijo...

No hacemos más en la vida que ir buscando el lugar donde quedarnos para siempre, aunque a los trece años, nada es esclarecedor. Saludos.

J.P. Alexander dijo...

Es un buen relato a veces nos escondemos en nuestros miedos y estos crean vicios. Te mando un beso.

Mujer de Negro dijo...

No es tu historia pero la de otras personas, sin duda. El día a día es difícil cuando tus pensamientos te invaden, viene el insomnio o situaciones más drásticas, como la mencionada, es un círculo vicioso del cual, si no eres consciente, no saldrás adelante.

Abrazo, José

Tot Barcelona dijo...

Me apunto al comentario de TATIANA, realemente creo que da en el clavo, o que se aproxima a lo que yo pienso.
Un abrazo
Salut desde Barcelona

Tinta en las olas dijo...

A veces buscamos el sol en la mas triste oscuridad. Un abrazo.

Anónimo dijo...

Puesto en esa extraña tesitura, sin duda habría yo elegido Sal del Himalaya para hacer bailar mis plaquetas y que mis glóbulos rojos tuvieran un marcado rock & roll. Sin embargo, como corolario, no habría ingerido bebedizo de mis padres, porque ya habría influencia muy directa de otro ser humano. El filo cortante de un utensilio de hojalata, villano y humilde, es la "puerta" a esa catarsis que al parecer buscaba y anhelaba sin saber el protagonista, es lo propio, incluso el cortante margen de una hoja de papel (¡qué bello crúor dibujando casi como un test de Roschard en la blancura limitada del "Galgo Parchemin"!) haciéndolo erosionar a gran velocidad con la superficie a "marcar".
Tanta escoriación, tanto filo, (¡y sí, mencionar El Himalaya, indeed!) me trajo a la memoria la cita del Upanisthad Katara -cito de memoria, pero valdrá-.....
...."Arduo hallarás pasar por el agudo filo de la navaja.
Y penoso es, dicen los sabios, el camino de La Salvación" tu protagonista ¡Lo Sabía! 🪔

lunaroja dijo...

Un relato desolador , escalofriante...
La forma en que sabés crear este tipo de climas,es absolutamente genial.
Saludos!

lanochedemedianoche dijo...

Todo en la vida tiene respuesta, aunque nunca la encontramos, existe, muy buen texto.
Abrazo

Mista Vilteka dijo...

Apagar el dolor con el dolor, callar los gritos con los aullidos. Hay círculos y hay abismos y hay abismos circulares, o bien, grietas y rendijas.

Beauséant dijo...

Me has hecho pensar cuando tuve una edad similar y la tremenda soledad y esa sensación de no encajar en ningún lado.. cuando eso pasa buscas respuestas y, al no encontrarlas, cualquier cosa que apague el cerebro por un rato puede ser una solución.... no será tu historia, pero es la historia de alguien, sin duda,.

mariarosa dijo...


Me recordaste que una navidad, sin que me vieran me tome un vaso de gancia, lloré toda la noche.
A tu personaje le paso algo parecido, que habría buscado? Paz, tranquilidad?
Muy buen relato.

mariarosa

Doctor Krapp dijo...

Un famosísimos presentador español que fue corresponsal en los lugares más conflictivos y había estado en las selvas más intrincadas y salvajes comentó una vez que cuando volvía a la civilización normal, en forma de gran ciudad, se ponía una buena piedra en las botas de buscador probablemente para seguir en tensión.
Tu texto me ha recordado aquella historia, no sé si por casualidad o por otra cosa.

Saludos

Manuela Fernández dijo...

Ya que todos los comentarios apuntan hacia la evasión, yo añado que en la vida hay que saber poner límites. Los límites permiten que nos movamos sin riesgo al fracaso, a la enfermedad, al ridículo e incluso a la muerte.
SAludos.

Gra dijo...

Hola Jose!!
Que duro relato, pero se puede entender cuanta perturbacion mental sienten los que se autoflagelan, tengo una sobrina que desde los 14 años tiene este problema, hoy tiene 21, ve a un psicologo porque como vos decis llega un momento que esos cortes ya no resultan y mi sobrina tuvo muchos intentos de suicidio. Es muy doloroso porque todos queremos que ella mejore, pero esto depende de ella aceptar esa ayuda psicologica, para superar esos malos pensamientos!!.
Te mando un abrazo Jose!!

Jose Casagrande dijo...

Creo que hay personas que tienen muy agudizado el problema de pensar.

A unos les gusta escuchar esa voz interna.

Pero si a uno no le gusta supongo alli esta el problema

escuchar los pensamientos propios como algo ajeno ciertamente debe ser el Horror.

Comprendo pues al protagonista.

miquel zueras dijo...

Interesante entrada. Se mucho sobre cortes de cuando trabaje de pinche en una cocina. Usábamos cuchillo de acero sueco afiladisimos y la costumbre era dejar un reguero de sangre sobre la encimera. No fue lo más extraño que vi en una cocina.
Saludos!
Borgo.

Joaquín Rodríguez dijo...

Un cuento aterrador en cierta forma, al principio, con lo del corte, me he acordado del dolor de echarte gel hidroalcohólico en las manos con un pequeño corte que habías olvidado que tenías, no sé porque pero los folios de papel son para mi más cortantes que una navaja albaceteña... Pero tal como termina el cuento veo que lo que late es la pulsión por Tanatos, ese oscuro deseo de autodestrucción que se supone muchos o todos tenemos.... un saludo

unjubilado dijo...

Cada corte virtual que te dabas, me dolía a mi, no soporto un corte o un pinchazo.
Como curiosidad te diré que en España, tu trincheta, lo llamamos cúter ó cutter, como sabrás palabra de procedencia inglesa.
Saludos

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

Bueno una especie de masoquismo. Un abrazo. Carlos

Frodo dijo...

Sobre el final, el famoso "mezcladito" de la bailanta populacha.
Abrazos