domingo, 27 de agosto de 2017

Memorias

Lo intenté. Sí. Varias veces. Pero, luego de tantas mudanzas, algunas de día y bien planificadas, otras, de noche y a las apuradas, pocas cosas de mi antigua vida permanecían a mi alcance.
            Entre ellas un viejo reloj de bolsillo que perteneciera a mi padre. Sin la cadena, perdida en algún momento indefinido —aunque dudo realmente de haberla visto alguna vez—, con la esfera de cristal partida por la mitad y que ya ni siquiera daba la hora porque era imposible darle cuerda para que funcionara. Llevaba años cargándolo en el mi bolsillo, junto a mí en todo momento, con la leve esperanza de hallar, en algún reducto, en alguna de las pocas galerías artesanales que aún perduran, o en los grandes almacenes departamentales, un relojero como los de antes.
            El progreso indefinido de la tecnología había frustrado mis intentos, ya nadie parecía saber cómo reparar una de esas antiguas máquinas llenas de pequeños engranajes, correas y precisión nanométrica. El recuerdo de mis pequeñas manos acunando aquella maquinaria de precisión, mirando los pequeños números marcados en negro sobre blanco, era tan antiguo como mágico por su doble naturaleza. Era un recuerdo doloroso, porque señalaba la ausencia de todos los que ya no se encontraban aquí y, por otro lado, era la alegría que había sentido cuando lo recibí la primera vez.
            Pero nunca nadie me había dado ese reloj. Al contrario, lo encontré en una caja abandonada en el ático de una de las tantas casas en las que me refugiara luego de mi escapada de los campos de incubación. Claro que, escapar es un decir, ya que nunca pude dejar, realmente de lado, la programación que allí me impusieran. Por eso mismo, apenas vi el reloj abandonado en el fondo del baúl que trajeran mis abuelos en el barco con las únicas pertenencias que pudieran rescatar al momento de huir de la guerra en Eurasia, supe que había pertenecido a mi padre, que se encontraban en mi familia durante generaciones y que ahora me pertenecía.
            Y lo continuaría haciendo, mi cerebro crearía los recuerdos necesarios para que cuanto me rodeara encajara en la historia de mí mismo. Los años pasados en los orfanatos, en las casas de acogidas, trabajando en los sótanos de iglesias abandonadas, nada habían podido hacer contra esa programación. El reloj continuaba pesándome en el bolsillo izquierdo —algunas veces, por error y confundido con otra cosa, en el derecho—, recordándome que debía encontrar alguien que supiera repararlo para pasárselo, llegado el momento, a mi hijo aún no nacido. Se lo daría junto con la fotografía del viejo volkswagen escarabajo que recorté de un catálogo de autos antiguos y que muestra la última vez en que el abuelo —el mío, no el suyo— llevó a mi padre —el abuelo del hijo aún no engendrado—, a pescar en los bosques de Palermo, y que pegué sobre un trozo de paspartú para que se conservara en buenas condiciones todos estos años.
            Pero la fotografía era falsa tan falsa como lo era el reloj.
            No, la fotografía era, es, sigue siendo, real. Tanto como lo es el reloj. Mis recuerdos, lo que recuerdo sobre ellos, los momentos inventados para ellos, mi vida completa, son la falsedad dentro del sistema.
            Pero nadie parece notarlo. Nadie ha dicho nada al respecto, nadie nos señala como defectuosos o diferentes, sino que, al contrario, mientras escuchan mi historia del reloj, cada vez más cargada de detalles sobre una infancia que no tuve —o no recuerdo—, sé que ellos también reconstruyen tus memorias adecuándolas a lo que creen que debes haber vivido.
            Sé que en algún momento lo has sentido y que no sabes qué nombre darle. No te preocupes, nadie lo sabe. Más que nada porque escaparle a la programación de los campos es sumamente difícil. Pero eso nos brinda algo a nuestro favor, nos adaptamos mejor a la incongruente sociedad moderna que aquellos que aún persisten en sus teorías de los nacimientos biológicos y las familiar nucleares.
            Claro que, siendo cada vez más caro tener un reactor en casa, las familias de ese tipo tienen a desaparecer. Es por eso que mi familia emigró, escapándole a la guerra en Australasia trayendo consigo tan sólo un baúl con unas pocas pertenencias. Entre ellas un viejo reloj de bolsillo.
            Espera, ¿nunca te conté la historia del antiguo reloj de mi padre…?

Se parece a este:


7 comentarios:

José A. García dijo...

Creo que tengo uno similar en algún lado... Debería buscarlo... Aunque, tal vez, después de todo, no sea necesario.

Saludos,

J.

Frodo dijo...

Un relato a lo Huxley, o tal vez orwelliano.
Esos tipos de relojes son un símbolo del paso el tiempo y de las herencias generacionales.
Para citar tan solo un caso: Armando Barrera / Seymour Skinner

Abrazo!

Amapola Azzul dijo...

Me has emocionado.
Un abrazo.

BEATRIZ dijo...

yeah, simplemente sonrìo por el viaje en el tiempo...muy a tiempo.

Evoca un futuro por venir, o sea un recuerdo aun no vivido, como tu hijo no nacido....caray! ¿Tendrèmos que recurrir a fabricar hijos sin biologìa?

Saludos.

mariarosa dijo...


Muy bueno. Crearse su propia historia de vida a partir de un reloj, me pareció un cuento hermoso y también a mi me hizo recordar a "Un mundo Feliz" No porque se le parezca, es que tiene remenbranzas del joven que escapa de los campos de programación.
mariarosa

ოᕱᏒᎥꂅ dijo...

Todos guardamos algún recuerdo de esos que nos hacen añorar a las personas que ya no están con nosotros y que incluso tendemos a idealizar en demasia
besos

Dyhego dijo...

A veces un objeto se convierte en todo un referente durante toda la vida.