domingo, 2 de abril de 2017

Intelectual de barrio

Podía reconocérsele sin dificultad, no por su porte, porque nos parecemos los unos a los otros vestidos del mismo modo, con las mismas ropas, los mismos colores y géneros. Allí no había diferencia, ni siquiera en los cortes de cabello; ya en esa época, semejantes nimiedades no distinguían a nadie. Entiendo que habrán sido motivo de diferencias en algún momento de la historia de la humanidad, en el siglo XXII, o cosas así, cuando el mundo aún estaba dominado por los bárbaros humanos.
    Nosotros, los posthumanos, fuimos capaces de eliminar esas ridículas diferencias para concentrarnos en lo que realmente importaba. Ahora nuestras casas son todas iguales, nuestros hombres y nuestras mujeres son idénticos entre sí, los nombres y apellidos dejaron de ser meros accidentes de combinación. Las diferencias radicaban en algo que se encontraba más allá de lo genético, más allá de los colores de la piel, las posiciones materiales o los lugares donde viajábamos durante el receso postlaboral.
    Luego de rescatar lo que quedaba del planeta Tierra de su destrucción, por las malas decisiones y las cadenas de comida chatarra que heredáramos de los humanos, decidimos que lo que importaba, lo que nos distinguía los unos a los otros, lo que permanecía siendo invisible a los ojos, era lo esencial. Y lo esencial era lo que cada uno hacía con su tiempo libre; algo que a los meros humanos nunca se les habría ocurrido.
    Por eso digo que podía reconocérsele sin dificultad: era aquel que caminaba todos los días con un libro —intuimos que diferente—, bajo el brazo. Se había arrogado el papel social del intelectual del barrio. No dudábamos de que supiera leer y escribir, todos sabíamos genéticamente hacerlo, la duda era el por qué de dicha elección, qué pretendía con ese título y por qué acumulaba en la privacidad sagrada de su hogar tantos objetos de un pasado superado.
    En una de las asambleas resolutivas que se formaban en el barrio los fines de semana, planteó recuperar, reacondicionar, reutilizar y poner al servicio de la comunidad, esos objetos, esos libros y cualquier otro elemento de cultura humana que perduraran a nuestro alcance. Aunque planteamos la inutilidad de dicho esfuerzo, su respuesta nos dejó más tranquilos. Dijo que los intelectuales de barrio también existían entre los representantes de la humanidad, y que eran igualmente innecesarios e inútiles como lo sería él mismo. Que el suyo sería un ejemplo de una oportunidad, de un potencial desaprovechado por sí mismo y por la sociedad. Lo suyo era un renunciamiento que pocos en el pasado entendieron como tal.
    Dijo que, de haber sido escuchados, algunos de los intelectuales de barrio de los que él tenía conocimiento a partir de la metaliteratura histórica, la humanidad no se habría acabado del modo en lo que hizo. Se habría acabado de todos modos, aclaró, pero de manera más lenta, menos brutal, con menos desgarramientos de innecesario dolor. Tal vez porque los intelectuales siempre tenían una respuesta para todos los males de la humanidad, pero la humanidad se negaba estoicamente a escuchar sus propuestas lanzadas desde diminutas asambleas en mesas de café y bares —un bar era un local social donde estaba permitido el estipendio de bebidas estimulantes con alto contenido de agua y un poco de alcohol—. Pero, nos aclaró, todas sus propuestas estaban condenadas al fracaso.
    Algunas tardes sacaba una silla al portal de su residencia, colocaba un calentador de agua a sus pies, una marmita, uno de esos objetos provenientes del pasado cuyo nombre era el mate y una bombilla de metal, y se dedicaba a pasar las horas entre el almuerzo y el atardecer leyendo —o fingiendo que lo hacía— o hablando con quien se detuviera ante su insistencia de compartir una mateada como las de antaño. Se lanzaba entonces a perorar de cualquier tema, del clima, del fútbol —un deporte que ya no se practica en el que por alguna razón varias personas corrían detrás de un óvalo de cuero—, de cocina a las brazas —comida típica de la humanidad antes del surgimiento de la cocina macromolecular—, de motores a explosión —que usaban para su funcionamiento, esto en muy interesante debido a los altos grados de contaminación que producían: ¡Derivados de petróleo!—, de ciertas partes del cuerpo femenino de manera que, explicaba, debía comprenderse como jocosa, y política.
    Este fue, tal vez, el concepto más complicado de los que intentó recuperar del pasado. Porque no sólo no existe un sentido útil y práctico para eso en el presente, sino que aparentemente tampoco lo había en el pasado. Sin embargo, continuaban utilizándolo como si en realidad lo tuviera. Por lo que entendí la última vez que hablé con él, intercambiando ese mate y esa bombilla de metal lustroso, era una suerte de asamblea para pocos donde se tomaban las decisiones sobre muchos. Decisiones que pretendían solucionarle la vida a esos pocos que participaban y perjudicar al resto de la sociedad.
    Fue esa misma idea de política uno de los pilares de la caída de la humanidad. Por esa razón, según lo entiendo, debemos de estar agradecidos de su existencia. Del mismo modo, agradezco, pero sólo en parte, la existencia de nuestro intelectual de barrio —uno de los únicos en funciones, ya que en barrios vecinos carecen de alguien semejante—, porque, si he de ser sincero con mis experiencias a su lado, esos mates no me han dejado más que un regusto de acidez y amargura en el estómago. Le diré, en nuestra próxima charla, si no se los puede endulzar aunque más no sea un poco.

16 comentarios:

José A. García dijo...

Si, el de negro en la foto es Orson Wells...

Nos leemos,

J.

vodka dijo...

yo soy una intelectual de barrio. Pero nunca tengo soluciones para nada.
Tu relato es una farenheit pero doliniana.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Me gusta eso de Fareheint doliniana.
¿Querrán que endulce sus mates o suavice sus planteos?
Bien contado, colega demiurgo.

Amapola Azzul dijo...

Todo el mundo es necesario.
Besos.
Buena semana.

serafin p g dijo...

Pedir endulzar el mate... mmm... desconfío.
¿Qué clase de pedido es ese?

lindo texto José!

Sera

Mirella S. dijo...

Un futuro lejanísimo y prometedor, los posthumanos sabían vivir más tranquilos.
Sin embargo, los libros nunca están de más.
Saludos.

Anónimo dijo...

No es "Yo soy el que soy" EHIEH. La Cábala
lo explica y muy bien pero hay que leerla
y lleva tiempo y dedicación para comprenderla.
Pero lo explica.
Laura

unjubilado dijo...

Me ha gustado mucho el relato, es cierto que la humanidad no se sabe a ciencia cierta si camina en el buen sentido o si trata sin darse cuenta de destruir nuestra civilización.
Yo no soy escritor y sin embargo este microrrelato, me ha recordado otro que hace tiempo publiqué en mi blog, se titulaba "Carta escrita en el año 2508" y era en definitiva lo que si seguimos al ritmo que llevamos veremos ese año.
La "historia" por si la quieres hojear puedes verla pulsando en este enlace.
Un saludo

Frodo dijo...

Luego de la respuesta a tu comentario en mi blog, que va de Ray Bradbury, me encuentro con esto. Juro que lo leo recién hoy.
Me ha gustado muchísimo, en especial me gusta como cierra ese final que corre el foco de interés. Lo verdaderamente importante en una conversación mate de por medio es tener lo huevos como para decirle a alguien que los cebe diferente.

Abrazo!

AdolfO ReltiH dijo...

UN RELATO MUY BIEN LLEVADO. EN LOS PUEBLOS TAMBIÉN EXISTIMOS TIPOS, COMO TU PROTAGONISTA.
ABRAZOS

ოᕱᏒᎥꂅ dijo...

los intelectuales de barrio son cómodas los cuñados, siempre saben de todo
besos

taty dijo...

Estos posthumanos mejor no recopilen mucho, no sea que los malos hábitos encuentren nuevos caminos.

¿Sabes que nunca he probado el mate, y Cortázar siempre me lo ha hecho imaginar imprescindible?

Saludos!

Celia dijo...

A saber cómo será el futuro... pinta mal.
Me gustó mucho el relato.
Un abrazo.

mariarosa dijo...


Los intelectuales siempre en el medio y proponiendo cosas nuevas, porque aunque eran viejas, para ese tiempo eran desconocidas. Sugerencia: para evitar la acidez, al mate , necesita algún yuyito.

Muy bueno.

mariarosa

BEATRIZ dijo...

Quizá la diferencia entre los intelectuales de barrio y los otros, es que ellos son también hombres de acción. Faltan hombres de acción entre los conocidos intelectualoides, los no de barrio.

Saludos.

thor dijo...

Los intelectuales de barrio, esos que dicen ser anti capitalistas y defensores de los obreros desde su redes sociales, usando el twitter y creyendo en la mayor mentira, las ideas de Marx