La aglomeración urbana, con esos edificios que
copiaban a los clásicos panales de abejas con sus departamentos monoambientes y
con vista a la pared del edificio lindante, tanto de un lado como del otro (una
suerte de moda que duró varias temporadas que imponía la necesidad de convivir
en espacios tan reducidos con caninos de diferentes tamaños) convirtió a las
aceras de la ciudad en un campo minado. Todas las mañanas antes de salir para
los trabajos obligatorios, cientos de miles de usuarios orgullosos de la
fidelidad canina sacan a sus mascotas para que defequen y orinen en las aceras,
lo más lejos posible de las puertas de sus propios edificios, claro. Desechos
que nunca serán debidamente recogidos por el animal que conduce la correa de
los perros.
A
tan tempranas horas la ciudad se torna en algo maloliente y siniestro, siendo necesario
caminar mirando constantemente el suelo para evitar un pisotón desprevenido que
bien podría acabar en una resbalón, en caída y ya saben qué más.
La
cuestión quedaría en una anécdota de no ser porque en los últimos años, dado
las demandas del gremio de los porteros, muchos edificios optaban por dejar
bacantes dichos puestos, siendo los propios copropietarios quienes debían teóricamente
encargarse, entre otras cosas, de la limpieza de las aceras. En la práctica,
por supuesto, nadie se ocupaba de nada. Por lo que la suciedad en las aceras se
multiplicaba por las tardes, cuando los dueños de las orgullosas mascotas
volvían a sacarlos para que hicieran nuevamente sus necesidades evitando los
espacios dedicados específicamente para ello, como lo eran los caniles en los
parques y los portales de los edificios gubernamentales. Todo olía,
directamente, a mierda. La lluvia y la humedad características de la ciudad, de
poco ayudaban.
Finalmente llegó un día en el alguien,
un anónimo héroe que pasará a la historia como el iniciador de un nuevo estilo
de convivencia en la ciudad, tuvo una espectacular ocurrencia. Es cierto que no
se sabe muy bien cómo lo hizo pero se supone que fue uno de los pocos que no
sucumbió a la moda de las mascotas, por lo que sabía que los únicos
perjudicados en toda esta situación eran los animales; y así fue capaz de
percatarse de lo que debía hacerse, algo que él, y solamente él, podía hacerlo.
Comenzó a disparar desde las alturas.
Pero no lo hacía al azar como se encargaron de publicar los medios de
comunicación sino con suma precisión, sin el más mínimo error, fusilando sin
necesidad de juicio previo a quienes olvidaban recoger los desechos de sus
mascotas. Nunca, ni siquiera por error lastimaba a un perro, sólo a sus desaprensivos
dueños. Uno detrás de otro.
Surgieron pronto los imitadores de
su estilo en todos los barrios de la ciudad. Pocos, es cierto, en comparación a
los hijos de putas que maltrataban a sus mascotas a diario, pero los
suficientes para comenzar a marcar una diferencia.
La idea se propagó rápidamente y,
junto con ella, el miedo. Poco a poco, un año, quizá dos, fue suficiente para
que las aceras se vieran libres de defecaciones y orines de perros pulcramente
peinados y acicalados. Fue necesario deshacerse de algunos pocos seres humanos
de lo que siempre sobran sobre la tierra, para que el resto de ellos
aprendieran cómo comportarse. Como si fuera un lento proceso de mejoramiento de
la especie, como suelen hacer los criadores de perros, como hacían los pueblos
de la antigüedad antes de la revolución industrial. Fue duro y doloroso pero, por
fin, hemos recuperados las aceras, que permanecen limpias a toda hora del día y
la ciudad huele un poco mejor (nunca olerá bien, eso es sabido).
Quedará para el futuro, decidir cuál
será la mejor forma de enfrentar a la jauría de perros sedientos, hambrientos,
despeinados y con la uñas crecidas que asolan en las noches los parques y los
cementerios de la ciudad, lugares que tomaron como propios esperando que, algún
día, sus desaprensivos dueños, vuelvan a levantarse para jugar con ellos.
10 comentarios:
Suele suceder que algunas soluciones supuestamente brillantes provocan desastes.
Saludos, colega demiurog.
Hola, José Antonio. Muy interesante tema.Me gustan mucho los perros pero no tengo ninguno porque no dispongo del espacio necesario para que el animal sea feliz.Yo podría serlo, pero él no. Y eso es lo que la gente, en las ciudades, no piensa. El ser humano es egoísta y egocéntrico; se encapricha con un animalito, lo compra y más tarde lo abandona e incluso lo maltrata. Aparte de esta crueldad, es un problema, pues los perros asilvestrados, con el tiempo se vuelven peligrosos y desconfiados de las personas.
Un abrazo.
Son verdaderos amigos, no hay que desatenderlos.
El perro es el mejor amigo del hombre ,,,,,pero muchísimos hombres no lo son para éllos !! Martha
¡Qué buena la moraleja! Ha estado muy interesante la lectura y la argumentación. También podríamos aplicar lo contrario: "A grandes males, grandes remedios"...
Cafelito y abrazo.
Una historia digna del Punisher en crossover con El planeta de los Canes.
salute!
Sera
Dos cosas me han gustado mucho:
La idea de los edificios gubernamentales como depósito de heces caninas y la idea de mejorar la especie de los humanos, lo mismo que se ha hecho ya con los perros, gatos, caballos, etc.
Saludos.
Los perros no se merecen ningún abandono.
Bs.
Nada, aquí caminan con su bolsa plástica cuando sacan a pasear a la mascota, así que el super héroe pasa a la historia no escrita. Lo que me gusta de tu relato, es la buena descripción urbana, de lo mío.
Saludos.
Acertadisimo título para un post que hace honores a los animales de nuestras ciudades. Me refiero a los hombres.
Ya me gustaría que al final las mascotas se rebelaran, vivimos en un mundo raro: guarderías para perros... Y para dueños desaprensivos?.
Saludos.
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