miércoles, 15 de abril de 2015

La Hermana


Abrió la puerta. La casa estaba vacía, las luces apagadas, la cena sin preparar, el baño sucio; el típico departamento de soltero. Encendió las luces y, luego de quitarse el abrigo, llenó un vaso con agua.
Del estante debajo de la mesada sacó una caja de cartón, la abrió y revolvió los sobres plásticos del interior, encontró el que buscaba. Hermana, se leía en él con letras verdes. Lo rompió con los dientes y, en un perfecto montoncito, hizo caer el polvo del interior en el suelo. Luego echó el agua sobre el mismo y la mezcla comenzó a  burbujear mientras iba al baño y regresaba con una manta que colocó sobre los hombros de la mujer que se sentada en el suelo.
—Gracias —dijo ella con voz apagada.
—No es nada, allí está el baño —respondió.
La mujer caminó lentamente, permaneció en su interior cerca de cuarenta minutos. Cuando salió, los azulejos y el resto del interior brillaba de limpio. Se había vestido con un pantalón de pana raído, completando su atuendo con una remera estirada y falta de forma, que encontró en el lavarropas.
—Limpié un poco el baño —dijo como al pasar.
—No te hubieras molestado. Se ensuciará nuevamente —respondió él.
—Mañana lo limpio otra vez —dijo sonriendo al pensar en el mañana.
—Te toca hacer la cena. —Señaló los utensilios—. Que no quede nada sucio ni fuera de lugar.
La mujer asintió. Revolvió la heladera, acumuló unas cosas sobre la mesada y, cuchilla en mano, comenzó a picar una cebolla.
Como nada le resultaba más desagradable que el ver cómo otra persona manipulaba la comida, aprovechó para internase en el baño, un largo y cálido rato bajo el agua para sacarse las sensaciones que lo embargaban cada tarde al volver a casa.
Con la cabeza igual de confusa, pero con el cuerpo limpio, volvió a la cocina. La comida estaba lista, carne asada en su jugo, como le explicó ella con una sonrisa. No podía quejarse, él no sabía cocinar más que arroz.
Durante la cena no hablaron, él comía sentado en su lugar, ella lo miraba desde el suyo sin probar bocado.
—No me dijiste cómo te fue hoy —dijo la mujer.
—Bien, ¿cómo me va a ir?
—No lo sé, por eso pregunto. Si te molesta no pregunto más —dijo la mujer retrayéndose un poco más en su asiento.
—Si preguntaras cosas mejores no me molestaría —respondió él.
            Continuaron en silencio, él comiendo, ella mirándolo.
—Ya terminé de comer, me voy a dormir.
—Bueno, yo limpio un poco la cocina y más tarde me acuesto.
No le respondió.
La mujer limpió la cocina, acomodó un poco el desorden que gobernaba en el cuarto, barrió los pisos, sacó las telas de arañas, dio vuelta el departamento para que quedara reluciente. Seguía siendo el hogar de un hombre solitario, pero lucía un poco más limpio y ordenado.
Al despertar, viendo cómo había quedado el lugar, dijo, en tono lapidario:
—Qué pérdida de tiempo.
Luego de desayunar lo que encontró preparado para él, abrió la puerta para partir al trabajo y, aunque no lo vio, por el suelo se esparció un montoncito de polvo, que aún guardaba un cierto dejo de humedad, acumulado del lado de afuera de la puerta de la habitación.

3 comentarios:

José A. García dijo...

Si, tan sólo, existiera algo senejate, la soledad... ¿Sería menos dura?

Les dejo el planteo para ustedes.

Saludos

J.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Es una idea muy de demiurgo, por eso el efecto no dura, se vuelve al montoncito de polvo original. Tal vez se trate de una entidad que toma forma formas físicas en forma provisorias. Y así una y otra vez, para distintos solitarios.

Salvo por el lado melancólico, la idea podría funcionar. Tal vez haya un sobre que diga Amante.

Que bien escrito.

Guillermo Altayrac dijo...

¡Muy bueno!
Me encantó, a pesar del gusto triste que deja en la boca.
Saludos.